Los argonautas de la selva

POR: Pablo Rosero Rivadeneira

El 12 de febrero de 1542 un grupo de españoles al mando de Francisco de Orellana avistaron por primera vez el río Amazonas. Llegaron hasta ahí, siguiendo el curso del Napo, en una epopeya desesperada, ya no por encontrar oro o canela, sino alimentos para escapar del hambre.

Muy atrás habían dejado a Gonzalo Pizarro y otro grupo de españoles que esperaban, en vano, el regreso de Orellana con los víveres. Años más tarde, desde Tomebamba, Pizarro se quejaría amargamente al rey por lo que él creía un imperdonable abandono. Sin embargo, Orellana no volvió por el ímpetu de la corriente del Napo y, sobre todo, porque ni siquiera sabía a dónde había ido a parar. Sin proponérselo, estaba atravesando Sudamérica por su parte más ancha e inhóspita.

Inicialmente, los expedicionarios buscaban los dominios del famoso cacique Dorado, quien, según atestiguaban los indios de Quito, vivía del otro lado de la cordillera en una tierra donde abundaba la canela que, para la época, era más cotizada que el oro. El paso de la cordillera por Papallacta cobró la vida de 3.000 indígenas y poco más de 500 españoles.

Hacia 1957, Oswaldo Guayasamín, plasmó esta tragedia en un mural que hoy se encuentra en el Palacio de Gobierno. Una década antes, Leopoldo Benítez Vinueza, escribió “Los argonautas de la selva”, la novela que, documentadamente, recorre el itinerario de Orellana, su regreso desde España y su muerte en el río fantástico.

Sin embargo, quien mejor resumió esta odisea fue el capellán de Orellana, Gaspar de Carvajal. Sus palabras pueden leerse hoy en el muro norte de la Catedral de Quito: “Bien se podría gloriar, Babilonia de sus muros, Nínive de su grandeza, Atenas de sus letras, Constantinopla de su imperio, que Quito las vence por ser llave de la cristiandad y conquistadora del mundo, pues a esta ciudad pertenece el descubrimiento del gran río de las Amazonas”.