“Divo Parenti Ignatio Sacrum”. La iglesia de la Compañía de Jesús de Quito

El 15 de agosto de 1534, día de la Asunción de la Virgen, mientras Diego de Almagro fundaba “en papeles” la ciudad de Santiago de Quito en las cercanías de la laguna de Colta en Chimborazo; en París, en la iglesia de Saint Pierre de Montmartre, San Ignacio de Loyola y siete compañeros suyos pronunciaban un voto solemne para trabajar por la salvación de las almas. Quedaba fundada así la Compañía de Jesús.

Pasó más de medio siglo para que los jesuitas se establezcan en Quito, hospedándose – según la costumbre y recomendación de su fundador- en el hospicio de la ciudad hasta encontrar alojamiento permanente. Más tarde, el obispo les asignó la iglesia de Santa Bárbara para el ejercicio de sus ministerios y el cabildo les entregó quince caballerías de tierra en el valle de los Chillos para su sustento.

De Santa Bárbara salieron los jesuitas para establecerse en el sitio que actualmente ocupa la Iglesia de la Compañía y el edificio jesuítico. El 25 de enero de 1605, el rector del Colegio de Quito, P. Nicolás Durán Mastrilli, compró el solar para edificar la iglesia e inmediatamente emprendió su construcción. En 1613, apenas levantada la estructura de sus tres naves, el templo se abrió al culto público. Tomó más de 150 años concluir el gran proyecto arquitectónico y evangelizador que los jesuitas se proponían entonces.

Este proyecto se evidencia en el frontispicio tallado en andesita que, en su base, tiene las efigies y atributos de San Pedro y San Pablo, las piedras fundamentales de la cristiandad. En la cúspide, en cambio, la cartela dedicatoria con la frase “Divo Parenti Ignatio Sacrum” (dedicado al santo padre Ignacio) evidencia el propósito del proyecto: la transformación personal a partir del discernimiento ignaciano para “solamente desear lo que más nos conduce al fin para el que somos creados” (Ejercicios Espirituales, 23).

En el interior del templo dejaron su impronta los grandes maestros del arte quiteño: desde Nicolas Javier Goríbar que plasmó la figura y los símbolos de los profetas del Antiguo Testamento hasta Bernardo de Legarda -el hombre “con monstruoso talento y habilidad para todo”– que se encargó del dorado del altar mayor tallado por el hermano Jorge Vinterer. Mención especial merece Marcos Guerra, el arquitecto que, a través de un complejo sistema de arcos, consiguió rellenar la quebrada que colindaba con el templo y así completó la manzana jesuita.

Hoy, este recinto de fe y cultura está nominado a los World Travel Awards como uno de los destinos turísticos más importantes en Sudamérica. Sobran sus merecimientos para alcanzar este galardón.