Juan Aranda Gámiz
Estamos acostumbrados a hacer un balance anual para analizar el rendimiento neto de cualquier negocio, medir el stock, valorar la inversión, corregir cualquier desviación de fondos o recursos y congratularnos del buen hacer de los empleados que nos permiten crecer, en el día a día.
Pero el equilibrio entre los ingresos y egresos no es patrimonio del mundo mercantil, sino que es un buen ejercicio para aplicarlo a nivel personal, como seres humanos, porque despierta interés saber si hemos ganado, o perdido, como personas, al cabo de un periodo de tiempo.
Y hay que anotar entre los ingresos a todo lo recibido, lo que nos llegó por carta o a través de los medios sociales, las miradas cautivas y los abrazos que sentimos, la presencia que nos supo a poco y los regalos de cumpleaños, las buenas noches y los buenos deseos, el amor desprendido que llenó nuestras vidas y la suerte que nos colmó de satisfacción, la salud que no se quebrantó y los piropos, los aplausos merecidos y los reconocimientos que no llegaban, los logros tan esperados y los éxitos programados.
¿Y entre los egresos? Pues ahí habría que anotar el esfuerzo sin recompensa y los apoyos sin reconocimiento, los horarios sin retribución y el sudor que nunca secó un sueldo justo, las ausencias que dolieron y las esperanzas muertas, los pasos sin rumbo y el olvido en el que caímos para los demás, las enfermedades que parecieron ser oportunistas o la resignación y la miopía de un mundo que no sabe reconocer nuestra monotonía entregada y callada.
Y el balance nos dirá si lo dado tiene más valor que lo recibido, si nos hemos realizado como personas al regalar lo que somos o si nos hemos vuelto más egoístas y reservados al sentir que hemos recibido mucho más y nos ahorramos miradas, abrazos y gestos que pudieron haber llenado a los demás. (O)