Blasfemias, herejías y corrupción

Jaime Vintimilla

La grandeza del ser humano no estriba en aceptar exclusivamente todo aquello con lo que concuerda sino, al contrario, en comprender las razones por las cuales existen personas que piensan distinto y expresan ideas desde ángulos diversos y hasta irreverentes.

No se trata de aceptar cualquier cosa, grotesca, burda o baladí. Las expresiones y pensamientos no pueden ser reprimidos o censurados. Un credo no se defiende con la exigibilidad de respeto sino con la fuerza de hechos y obras que demuestren nuestra cercanía a sus postulados y principios.

La blasfemia se refiere a toda palabra o expresión injuriosa que se ofrece contra una divinidad o contra cosas consideradas sagradas, en tanto que la herejía guarda relación con opiniones o ideas que se oponen a las creencias consideradas irrevocables en un contexto social o religioso, pues existen dogmas o doctrinas que no pueden ser superados.

La historia nos ha mostrado casos como la Inquisición, Charlie Hebdo, Salman Rushdie y las caricaturas danesas. Los fundamentalismos generaron reacciones que vulneraron la paz, la comprensión de la diferencia, la libertad de expresión y la libertad de conciencia.

Es triste que nos quedemos en la forma cediendo a lo importante, como el hecho obsceno de que muchos católicos permitan gobiernos que se burlan de sus derechos y se rasgan las vestiduras con muestras de arte que, aunque de mala factura, tienen el derecho de mostrarse en cualquier lugar.

Una exposición no merece censura, debe ser la oportunidad para mostrar que la Iglesia se preocupa por las cosas que son más importantes para la espiritualidad sin detenerse ante críticas que pueden servir para reflexionar o para robustecerse. La blasfemia, aunque duela o moleste, es un derecho de todo ciudadano.

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