El mundo ha reaccionado indignado por el asesinato de George Lloyd en un país que proclama su ‘Destino Manifiesto’ de ser paradigma de la democracia, la libertad y la defensa de los Derechos Humanos, pero no ha logrado superar las taras del racismo, la xenofobia y la intolerancia, por lo que son frecuentes las denuncias de brutalidad impune de policías blancos contra ciudadanos negros y latinos, especialmente jóvenes.
Lo mismo sucede en otros campos. Nicole Sirotek, enfermera de Nueva York, sobre las víctimas de la Covid-19, denunciaba: “Las vidas de los negros no importan aquí… No les importa lo que les está pasando a estas personas”. Algo similar acontece en América Latina. Margarette May Macaulay, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, decía: “Los asesinan, les quitan sus tierras, tienen los peores empleos, el menor acceso a educación, el menor acceso a salud, a vivienda, a todo».
Siglos después de la expansión imperialista europea, regresan los fantasmas de un atroz pasado. Jorge Juan y Antonio de Ulloa, miembros de la Misión Geodésica, informaron sobre la esclavitud de los indígenas americanos a mediados del siglo XVIII, a la que – afirmaban – no podían referirse: “sin dejar de llorar con lástima la miserable, infeliz, y desventurada suerte de una nación, que sin otro delito que el de la simplicidad, ni más motivo que el de una ignorancia natural, han venido a ser esclavos, y de una esclavitud tan opresiva, que comparadamente pueden llamarse dichosos aquellos Africanos, a quienes la fuerza y razón de colonias han condenado a la opresión servil” (es en los obrajes) “… donde se refunden todas las plagas de la miseria… donde se juntan todos los colmos de la infelicidad, y donde se encuentran las mayores lástimas que puede producir la más bárbara inhumanidad…”.
Paralelamente, entre los siglos XVI y XIX, traficantes europeos, transportaban la ‘mercancía’ humana, desde África a sus colonias en Norte y Sudamérica. El comercio de esclavos ha sido calificado con razón como el «holocausto de la esclavitud», realizado mayoritariamente por británicos, portugueses, franceses y holandeses desde el siglo XVII.
Lastimosamente, ese estigma colonial e imperialista perdura en la economía, la política y la cultura del mundo globalizado, del siglo XXI; en particular en América Latina, el continente más injusto y consecuentemente, el más violento. La crisis sanitaria actual ha desnudado las dolorosas taras atávicas y ha comenzado a radicalizarlas. Es hora, en bien de la paz, de emprender las rectificaciones globales urgentes que la situación reclama para superar el racismo, la injusticia e intolerancia. Para el Ecuador nada puede ser más importante y cada minuto que pasa cuenta. Si se quiere preservar la viabilidad del propio Estado, una política consistente de justicia social es indispensable.