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Freddy Rodríguez García

En el periódico digital ‘La República’, Carlos Jijón realiza un muy interesante análisis, a propósito de los juicios por delitos de ‘lesa humanidad’, planteados en contra de algunos militares y un policía, quienes supuestamente habrían cometido abusos en la lucha contra el grupo subversivo “Alfaro Vive Carajo”. Nos recuerda Jijón que este grupo inicia sus actividades en 1983, cuando gobernaba el país el Dr. Osvaldo Hurtado quien, más allá de las simpatías o antipatías que generó su accionar, fue muy respetuoso de la Constitución, la democracia y los derechos humanos, es decir el grupo Alfaro Vive pretendía terminar con la democracia “y reemplazarla por una dictadura, la suya”. No se pueden comparar, argumenta Jijón, la lucha de Alfaro Vive con las luchas de Michelle Bachelet o Dilma Rousseff, quienes en Chile y Brasil se levantaron en contra de dictadores sanguinarios y déspotas. Muy inteligente el argumento de Jijón, que se complementa con la reflexión sesuda y desapasionada que hace el Dr. Enrique Echeverría en su columna de hace un par de semanas, en donde, con su vasto conocimiento de la normativa y la ciencia penales, explica claramente lo que son los delitos de lesa humanidad: la práctica sistemática y generalizada de asesinatos, torturas, desapariciones, deportaciones, detenciones arbitrarias u otros actos inhumanos, dirigidos contra grandes conglomerados de gente (Ejemplos: la Alemania nazi; las dictaduras militares en los países del Cono Sur). Concluye el Dr. Echeverría que, por más atroz que sea un delito, no siempre se encuadra con la definición técnica de lesa humanidad. Aún en el supuesto que algunos miembros de la fuerza pública hubiesen cometido abusos y actuado al margen de la Ley, deberían ser o haber sido juzgados por esas conductas, y de acuerdo al tipo penal que corresponda, sin hacer extensiva la interpretación de la ley (absolutamente prohibida en materia penal), para tratar de enmarcar dichas conductas en una tipicidad diferente, como son los delitos de lesa humanidad. Lo peor que podría ocurrirle a un país es que su justicia se la utilice para complacer algún ego, o para buscar réditos políticos.