En torno a la fe

En torno a la fe
En torno a la fe

“No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que sí es cierto es que sin Dios no puede más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano”.

“A vosotros os es conocido de qué manera la evolución del mundo moderno, lanzado hacia las admirables conquistas del dominio de las cosas exteriores, y orgulloso de una conciencia cada vez mayor de sí mismo, se muestra propenso al olvido y a la negación de Dios”

Estas palabras de Pablo VI en su exhortación del 22 de febrero de 1967, invitándonos a todos a meditar sobre el tremendo problema del ateísmo colectivo actual, era bien significativas.

Para cualquier mentalidad de hoy, que no anduviera desconectada con los avances de la economía y de la ciencia y con las paradójicas desigualdades de nuestros pueblos más o menos subdesarrollados, las preguntas venían en cadena: ¿tiene todavía sentido la vida de fe en el marco de este mundo técnico?. El concepto de Dios ¿no es ya un anacronismo?. O, por el contrario, ¿es Dios ahora más necesario que nunca y se le palpa tras el misterio del micro o del macrocosmos?
Como empresarios y como técnicos también nosotros tuvimos que plantearnos, sino desde una perspectiva personal e íntima, sí desde otra colectiva, toda la temática de la fe, ya que se habían producido en el mundo cambios trascendentales que condicionaban cualquier planteamiento anterior.

El hombre se había encontrado con que disponía de fuerzas desconocidas para sus antepasados. El desarrollo de los pueblos había entrado en una fase insospechada hace solamente unos años. El sentido del progreso había casi desconectado nuestros últimos cuarenta años de la “prehistoria anterior”, de la que se había servido como plataforma de lanzamiento hacia órbitas nuevas, apasionantemente desconocidas.

Y todo ello se había realizado en equipo, afirmado por el valor de la inteligencia humana que, reunida en un común afán por encima de fronteras, de ideologías y de guerra, buscaba una meta común de superación.

Nunca el hombre había alcanzado tan alta cotización universal. Dios parecía una sorpresa perdida en la lejanía. Sería sin duda la propia inteligencia humana la que llegaría un día a la confección sorprendente de la antimateria, por ejemplo, en el microcosmos, o a la conquista de los lejanos astros del inmenso universo.
De nuevo la pregunta acuciante nos llega desde la revista técnica, desde el libro de filosofía y desde la última novela caída en nuestras manos: Dios había sido en épocas anteriores -se afirmaba- una especie de solución mágica para loinexp0licable, una forma de “fuerza oscura y misteriosa” a la que habíamos echado mano para tranquilizar nuestros deseos de claridad y de comprensión, ante tanto problema absurdo y misterioso: la muerte, el dolor, el origen o el fin del universo, nuestro propio existir.

Pero ahora el hombre, el técnico, el filósofo habían comenzado a desentrañar el misterio. Y la física, la astronomía o la psicología estaban en camino de una total solución. Así, lo tenebroso, lo oscuro, lo incierto había sido disipado por la claridad de algo que estaba al alcance de nuestra inteligencia.

Vivimos, de nuevo, una época de optimismo.

Sin embargo, la propia realidad sociológica y aún el panorama interior del “hombre nuevo” que habíamos creado, nos sacó pronto de nuestro entusiasmo. Era cierto que en los pueblos desarrollados, el proletariado había sido superado por una elevación sorprendente del nivel de vida, y que un nuevo concepto de tecnocracia había suplido en muchos países al clasismo anterior.

Pero junto a ello aparecía en el horizonte el desnivel económico de los pueblos, las injusticias colectivas, la geografía del hambre, de la incultura y de la miseria.

Brotaban con fuerza nueva los conflictos raciales, los nacionalismos exacerbados, el inconformismo de la juventud con su actitud de protesta ante la sociedad creada, la rebelión del tercer mundo.
Así, las conquistas del hombre tenían matices de fracaso. Cada paso nuevo era un descubrimiento de problemas insospechados.

Ante este panorama dinámico, en que el hombre fácilmente podría cambiar su optimismo científico-filosófico en frustración y angustia, la frase del padre Lubac tomaba visos de dramática autenticidad: “No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que sí es cierto es que sin Dios no puede más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano”.

Los que habíamos asistido un tanto sorprendidos desde nuestra plataforma cristiana a este forcejeo universal por un concepto nuevo de humanismo ateo, y veíamos con perspectiva suficiente los dolorosos resultados, nos sentíamos acuciados a una reflexión más sincera y personal.

Nuestro cristianismo había sido hasta entonces un cómo estamento de fácil caminar y de agradables promesas eternas. Pocas veces – por lo menos hasta el Vaticano II- nuestra religión se nos había convertido en problema y mucho menos en desazón y angustia. El contrato bilateral con Dios siempre nos resultaba ventajoso.

Varios acontecimientos universales nos sacaron de nuestro letargo. Necesitábamos revisar nuestra comprensión personal del sentido cristiano y era urgente poder presentar a nuestros semejantes una visión de Dios adaptada a la mentalidad de hoy.

Por primera vez nos sentimos responsables ante el mundo del mensaje cristiano y, en definitiva, de lo que este mundo pudiera comprender el sentido de Dios.

Ante una sociedad masiva que parecía estar condenada a ignorar del hombre l9 que éste tenía de más personal e íntimo, y ello en un proceso irreversible que tendría su máxima manifestación en la sociedad opulenta, el cristian9smo podría ser, de nuevo, mensaje de fraternidad, de acercamiento, de superación del anonimato.

Ante esta actitud social, que, a fuerza de arropamiento y previsión estatales, había convertido al hombre en engranaje y número, teníamos obligación de mostrar la total dimensión del mensaje de Cristo, que, si hablaba de trascendencia, situaba, asimismo, en un primer plano, al hombre como sujeto de una atención personal e intransferible.

Pretendimos acercar al hombre a sí mismo, y, a través de ese camino de plenitud individual y de un progreso integral, poderle mostrar que solamente podría conseguirlos con una dimensión de eternidad. Es decir, que la idea de Dios en nuestras vidas era imprescindible para el pleno desarrollo del hombre y, por lo tanto, de los pueblos.