Venga la reacción

Queda para los dueños del capital en Ecuador una valiosa lección. En medio de la más oscura crisis económica, la gran mayoría de la gente no se volteó a pedirles ayuda, sino contra ellos. Ante el empobrecimiento inminente, los electores no acudieron a los dueños del capital a suplicarles ayuda ni guía, sino que se sumaron a las filas de quienes ofrecían acorralarlos y ordeñarlos. Descubrieron que, ante los ojos de la gente, son corrientes y remplazables, como gallinas ponedoras o árboles frutales de los que se echa mano cuando hace falta.

Es cómodo culpar a la “propaganda correísta” de ello, pero quizás, luego de tres décadas de palizas y, ahora sí, enfrentadas a un pueblo mayoritariamente colectivista, revanchista y no blanco, las oligarquías ecuatorianas estén dispuestas a hacer un urgente mea culpa. ¿Cómo es que los mismos grupos que lograron la nada despreciable tarea de mantener la existencia del país, la integridad territorial y evitar una guerra civil durante un siglo alcanzaron este grado de obsecuencia?

La clase rectora ecuatoriana comenzó, hace ya un buen tiempo, a renegar de su esencia. Cambió la tierra por la ciudad, renunció a la religión, dejó de aprender las lenguas de sus tutelados y de convivir con ellos, debilitó su demografía y, finalmente, en nombre de un concepto importado de “progreso”, aprendió a odiarse a sí misma y a hacer de la huida al norte su más grande anhelo. No tuvieron empacho en renunciar a su tarea histórica de mantener la paz, la unidad y la armonía una vez que, en la Guerra Fría, adquirieron esa mala costumbre de creer que no hay problema en desordenar la casa porque al final los Estados Unidos siempre bajará a solucionarles el embrollo.

Guillermo Lasso fue el exquisito producto de esa nueva “derecha” urbana, financiera, anglófila y “educadita”. Nadie puede criticarle el haber perseguido su sueño presidencial con tal terquedad, en tanto lo hizo con sus propios recursos. Lo que resulta más difícil de justificar es cómo el resto de la oligarquía ecuatoriana se sometió a su capricho y aceptó, impávida, perder más de una década agazapada tras un proyecto viciado, pese a que veían la gravedad de lo que se les venía encima. Al final, el poder y la tierra le pertenecen a quien lo merece y, ahora sí, se cierra un capítulo.