Trump y Correa

Hace cuatro años escribí un artículo que mostraba las enormes similitudes entre Trump, recientemente electo, y Correa, entonces presidente del Ecuador. No pensé que el tiempo me diera tanto la razón.

De la personalidad, baste mencionar su egolatría aunque tengan ciertas habilidades sociales. Jamás reconocen un equívoco, aun cuando las evidencias lo confirmen fehacientemente. Antes, prefieren maquillar las circunstancias, aduciendo que eran bromas o malas interpretaciones de la prensa. Para ambos, la única prensa buena y honesta es la que les alaba y ataca a sus críticos. La otra es mentirosa y corrupta.

En su incontinencia verbal, no temen burlarse, ofender o denostar, con las más humillantes palabras a cualquiera, poderoso o humilde, por haberles cuestionado. Lo propio en Twitter, que es una herramienta fundamental de su gobierno. Todas sus opiniones sobre temas públicos, de relaciones exteriores, de discusión política, o de funcionarios que despiden. En los tiempos más álgidos, Trump ha llegado a enviar más de 200 tuits al día. Twitter anunció que desde enero, que ya no será presidente, perderá el estatus que tienen los mandatarios, por lo cual su cuenta podrá ser suspendida, como la de cualquiera, si ofende, amenaza o emite aseveraciones falsas.

Son pésimos perdedores. Pero como son personas mediáticas, usan medios de propaganda para apoyar sus conjeturadas y presuntas verdades. Si algún funcionario las contradice, es automáticamente despedido, sin importar su rango, sus méritos ni sus derechos. Y tienen tropas de legionarios en las redes sociales, muchos con identidad travestida, que atacan a los críticos y promueven sus falsas verdades. También tienen juristas que mienten a sueldo, tratando de defender lo indefendible.

Por cierto, ambos se declaran víctimas de la envidia de los otros, que no quieren admitir que son seres superiores e imbatibles. Lo peor no es tanto su arrogancia, sino que hay quienes les creen devotamente y lo harán hasta la muerte. EE.UU. tendrá, como Ecuador, que reponerse a los caprichos narcisistas y los desatinos políticos de un gobernante que, como Correa, habría querido que el cargo sea vitalicio.