El silencio de la noche

Durante la cuarentena estricta, a pesar de todas las restricciones y los miedos, muchos pudimos disfrutar de algo que la congestionada y agitada vida no permitía: el silencio de la noche.

Nos habíamos acostumbrado al ruido incesante, y casi no percibíamos esos sonidos que solo la quietud del campo, de lo rural, de los espacios alejados de las urbes nos suelen regalar, por estar en medio de la bulla, los pitos y los sonidos de los neumáticos, del despegue y aterrizaje de los aviones, de las fiestas de los vecinos, de las estridencias que hacían que nuestra cabeza se haya acostumbrado a los ruidos destemplados. Teníamos poco tiempo para escuchar el silencio.

El silencio nos brinda la sensación de cobijo, tranquilidad, comunión con el universo y el ambiente, hasta con nuestra soledad y nuestros pensamientos.

A pesar de que se restablecieron muchos ruidos cuotidianos con el semáforo amarillo; y en muchas ciudades del mundo se han reanudado la mayoría de las actividades rutinarias, sabemos que no todo es igual que antes de la pandemia. Muchos nos quedamos en casa, salimos en turnos y no podemos mantenernos hasta tarde en las calles, y los bares y restaurantes cierran temprano, las fiestas no están permitidas y la mayoría de visitas tampoco.

Eso contribuye a mantener cierta quietud, a que podamos percibir, en las noches, la calma y, si somos afortunados, mirar la luna, algunas estrellas, las nubes con rebordes luminosos cuando está por instalarse la noche, el sonido de algún pájaro, de una mosca que vuela con las alas transparentes, la maravilla de ese contacto con las raíces primigenias del ser humano.

El coronavirus nos ha traído algo de bueno en el aislamiento y es la decisión de no continuar con ese vértigo calenturiento que a veces no nos permite pensar y peor reflexionar.