A la vuelta de la esquina

El 1° de abril de 1878, en las calles del condado de Lincloln, un jovenzuelo imberbe, asesina al Sheriff, William J. Brady. Por ese acto debe huir quien pasaría a la historia del oeste estadounidense como Billy the Kid.

El Sheriff estaba coludido con una serie de negociantes inescrupulosos y mafiosos conocidos como La Casa, y a órdenes de ellos no vacilaba en matar y perseguir.

Pero, a pesar de ello, la policía y el ejército de los Estados Unidos persiguió hasta encarcelar y luego matar a Billy the Kid. Es que el Sheriff era el representante del sistema y el gobierno y la ley creían que debían ser respetados a pesar de sus imperfecciones.

En este año, 2020, es decir 142 años después de ese hecho, un policía blanco, asesina a un ciudadano negro y es el pueblo, la gente de varias ciudades de ese país quienes salen a las calles a exigir justicia, no importa que el asesino sea un representante del sistema. Es que la justicia está por encima del sistema.

Desde los inicios de su historia, Estados Unidos ha estado signado por una ola de injusticias y exclusiones: El racismo es uno de estos males. La supremacía racial blanca llegó a su máximo nivel cuando varios ciudadanos formaron el macabro club del Klu Klus Klan, cuyos miembros se atribuyeron el derecho de perseguir, violar y asesinar a otros seres humanos, por el solo delito de ser diferentes, de tener otro color de piel.

Pero, el racismo no es una característica presente únicamente en ese país. Aquí, entre nosotros también está presente desde hace muchos siglos. Quizás no llegue a los niveles de violencia que, en el país del norte, pero sutilmente, aquí también diferenciamos, excluimos, rechazamos y despreciamos a ciudadanos aparentemente diferentes, con otro color de piel, con otra vestimenta, con otro idioma, con otras costumbres, con otra cultura.

No importa que la ciencia, las religiones, las creencias, las ideologías, las constituciones y las leyes digan que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley y que todos tenemos a que se nos respeten nuestros derechos humanos; la realidad es que hay ciudadanos de primera clase, de segunda, de tercera y de cuarta. Las clasificaciones nos dividen y nos permiten elevar nuestra autoestima al creernos superiores o inferiores de otros. Esa tara es tan nociva y despreciable como la pandemia que estamos viviendo.

La especie humana se resiste a aprender el respeto, a considerar la igualdad y el valor de todos los miembros de nuestra especie y, las consecuencias de ello, las está viviendo Estados Unidos, Europa, Asia y nosotros. El estallido social no es patrimonio de nadie, sino hijo y nieto de una injusticia.