Lecciones sobre la peste

Las epidemias forman parte de la historia de la humanidad. No son páginas recientemente escritas, sino que han sido compañeras habituales de pueblos y de civilizaciones.

Difícil saber de las que deben haber asolado a la humanidad en los tiempos oscuros de la prehistoria. Incluso, luego de que el ser humano inventara la escritura, no hay documentos que nos muestren con claridad la presencia de las pestes.

Ya en la antigua Grecia, cuando la ciencia empieza a florecer que una epidemia acabaría con el esplendor alcanzado en el 431 A.C., es decir en la Atenas de Pericles. La llamada “Raro mal”, exterminó más de un tercio de la población de la ciudad, y durante años la condenó a vivir en medio del miedo y la muerte. Ese mismo mal continuó afectando, año tras año, a Atenas con brotes que ensombrecieron su historia.

La medicina actual no consigue establecer con exactitud, cuál fue la peste de Atenas, y por eso plantean varias hipótesis: tifus, peste bubónica, escarlatina, una fiebre hemorrágica como la del ébola o una combinación de las anteriores.

Cuenta una leyenda del antiguo imperio romano que la peste llamada Antonina, allá por los años 165 al 180 después de Cristo, gracias a que se presentó en época del emperador Antonio, se encontraba sellada dentro de una urna de oro en un templo de Babilonia. Un soldado romano que saqueaba aquel templo abrió aquella urna y la infección viajó a Roma, infectando, en su trayecto a cuanto pueblo hallaba en su camino, de acuerdo con un relato de un autor latino.

Esta no fue la única epidemia en la Roma antigua, hubo otras durante el imperio romano. Se sabe que un brote serio aparecía en algún lugar del Mediterráneo cada 10 o 20 años. Entre los años 250 al 266, es decir, setenta años después de la peste Antonina, se produjo otro brote, según los textos de Cipriano, un autor cristiano. Al igual de lo que pasó a Atenas, algunos comentaristas modernos afirman que estos dos brotes provocaron la caída del Imperio Romano.

Ante el coronavirus, merece la pena preguntarse si hay algo que podamos aprender de la experiencia de los romanos.

Los antiguos tenían una vaga idea del contagio de la infección de una persona a otra: pero una explicación mucho más común era la de un miasma presente en el aire de ciertos lugares. Aunque no hay como olvidar que en última instancia, la causa de la epidemia era casi siempre atribuida a la ira de los dioses ante el vicio o la maldad del ser humano.

En Roma, durante la peste antonina, Galeno asistió a numerosas víctimas de forma asidua. Entre los tratamientos supuestamente eficaces que él mismo registra se incluyen la ingesta de vinagre y mostaza o de tierra de Armenia, beber leche de la ciudad de Estabia o la orina de un niño.

El historiador Dion Casio afirmaba que morían 2.000 personas diarias en la ciudad de Roma y muchas más a lo largo y ancho del Imperio. Estos infortunados, creía él, “perecían a manos de criminales que impregnaban unas agujas minúsculas con sustancias mortíferas y recibían un pago por infectar a la gente”. Por supuesto, no revela la identidad ni la motivación de quien lo pagaba, porque no existía.

No hay ninguna medida práctica que podamos aprender de la experiencia de los griegos ni de los romanos: beber orina no sirve de ayuda. Pero sí que hay lecciones sobre lo que debemos evitar: no echarle la culpa del brote a los demás, a grupos externos al nuestro, no ceder ante las teorías de unas conspiraciones inverosímiles y descabelladas, como que hay Gobiernos que quieren asesinar en secreto a grandes segmentos de la población. Lo que debemos extraer de esas experiencias es un mensaje de esperanza: la peste no provocó la caída de Atenas ni de Roma, tampoco provocará la desaparición del Ecuador.