No quiero ser influencer

Pablo Escandón Montenegro

¿Es una profesión? ¿Es un oficio? ¿Es una tendencia? Es una capacidad muy actual que posiciona marcas, crea identidad digital y maneja grandes cantidades de seguidores, mediante los cuales el o la influencer monetiza su éxito.

Ser influencer puede ser fácil o difícil. Todo depende del equipo de producción que tengamos para la concepción de la imagen digital y su viralización entre el público objetivo y su definición, uso de técnicas de persuasión y selección de las plataformas para publicar.

El influencer necesita saber de posicionamiento en buscadores, escritura para plataformas digitales, técnicas de persuasión y manejo de marca personal. No cualquiera puede hacerlo, pues es alguien que no solo habla de algo, sino que sabe hacerlo. Ser influencer es un oficio muy rentable, incluso hay un curso en una universidad española, dirigido por una famosa diseñadora de modas que en cinco meses capacita y certifica influencers en el ámbito de la moda y la pasarela, ambiente donde se maneja mucho dinero con auspicios publicitarios.

Lo primero que requiere un influencer es el clic del seguidor, del que comparte, del me gusta. Luego vendrá el consumo del contenido, que es lo de menos, pues lo que da personalidad a un influencer es la imagen, que a la final es su contenido, completamente mercantil, que se evapora como el tiñer.

Yo, profesor universitario de 45 años, podría ser influencer, tener un grupo de seguidores que difundan mis trabajos y me conviertan en un ‘rock star’. Pero no, tampoco quiero que los niños y niñas lo sean, porque se exponen a preocupaciones de adultos tan solo porque nadie entra a ver su receta de ‘slime’ o el ‘unboxing’ de los juguetes. No quiero que en el país se haga una versión criolla de ‘Game Shakers’; ya bastante tenemos con la farándula de adultos para que les dañemos la infancia a nuestros hijos con temas que no les benefician.

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