El Estado infiel

Daniel Márquez Soares

Hace apenas un siglo, Estados y ciudadanos mantenían una relación transparentemente abusiva y autoritaria. Todo ciudadano tenía claro su condición de hormiga insignificante ante el todopoderoso aparataje. La recaudación de impuestos era, frecuentemente, extorsiva y caprichosa; los jóvenes eran reclutados y obligados a trabajar, pelear y morir por el sistema; las mujeres debían parir suficientes futuros peones y hacerse cargo de los despojos resultantes para mantener a la maquinaria en operación. La superioridad y competencia de la clase política no se cuestionaban, incluso cuando esta se originaba de elecciones fraudulentas o descarados golpes de Estado.

Entonces, preguntarle a un ciudadano su grado de satisfacción con el funcionamiento del Estado o la clase política era tan absurdo como pedirle a un burro de carga opiniones sobre la política agraria nacional. Sin embargo, la masa estaba dispuesta a tolerar esa situación. Además de toda la mitología nacional, había un consenso con respecto a que ese era el precio de la paz y de la seguridad, y a que era mil veces preferible eso a ser apátrida. El Estado era una creación sagrada encargada de velar por nuestra integridad, no una iniciativa personal ni una fuente de felicidad.

Hoy, todos los mitos fundacionales religiosos y nacionalistas han colapsado y existe abundante información objetiva sobre las ventajas y el costo del Estado-nación. Entendemos que el Estado es, aunque materialmente conveniente, una fuerza caprichosa a la que debemos servir irremediablemente pese a jamás haber elegido hacerlo. En comparación con el pasado, vivimos una época dorada de prosperidad, paz y derechos en la que las arbitrariedades de antes resultan inconcebibles. Sin embargo, paradójicamente, las cifras de aceptación de la democracia, el Estado y los políticos son bajísimas. Es decir; nos sentimos traicionados por quienes nos gobiernan, pese a que tenemos claro que la promesa que supuestamente debían honrar es, en su esencia, una impostura.

Nuestra clase política y el Estado no están en crisis por mal desempeño, sino porque los ciudadanos, al igual que sucedió con el matrimonio, hemos confundido la verdadera naturaleza y función de esas instituciones.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

Hace apenas un siglo, Estados y ciudadanos mantenían una relación transparentemente abusiva y autoritaria. Todo ciudadano tenía claro su condición de hormiga insignificante ante el todopoderoso aparataje. La recaudación de impuestos era, frecuentemente, extorsiva y caprichosa; los jóvenes eran reclutados y obligados a trabajar, pelear y morir por el sistema; las mujeres debían parir suficientes futuros peones y hacerse cargo de los despojos resultantes para mantener a la maquinaria en operación. La superioridad y competencia de la clase política no se cuestionaban, incluso cuando esta se originaba de elecciones fraudulentas o descarados golpes de Estado.

Entonces, preguntarle a un ciudadano su grado de satisfacción con el funcionamiento del Estado o la clase política era tan absurdo como pedirle a un burro de carga opiniones sobre la política agraria nacional. Sin embargo, la masa estaba dispuesta a tolerar esa situación. Además de toda la mitología nacional, había un consenso con respecto a que ese era el precio de la paz y de la seguridad, y a que era mil veces preferible eso a ser apátrida. El Estado era una creación sagrada encargada de velar por nuestra integridad, no una iniciativa personal ni una fuente de felicidad.

Hoy, todos los mitos fundacionales religiosos y nacionalistas han colapsado y existe abundante información objetiva sobre las ventajas y el costo del Estado-nación. Entendemos que el Estado es, aunque materialmente conveniente, una fuerza caprichosa a la que debemos servir irremediablemente pese a jamás haber elegido hacerlo. En comparación con el pasado, vivimos una época dorada de prosperidad, paz y derechos en la que las arbitrariedades de antes resultan inconcebibles. Sin embargo, paradójicamente, las cifras de aceptación de la democracia, el Estado y los políticos son bajísimas. Es decir; nos sentimos traicionados por quienes nos gobiernan, pese a que tenemos claro que la promesa que supuestamente debían honrar es, en su esencia, una impostura.

Nuestra clase política y el Estado no están en crisis por mal desempeño, sino porque los ciudadanos, al igual que sucedió con el matrimonio, hemos confundido la verdadera naturaleza y función de esas instituciones.

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Daniel Márquez Soares

Hace apenas un siglo, Estados y ciudadanos mantenían una relación transparentemente abusiva y autoritaria. Todo ciudadano tenía claro su condición de hormiga insignificante ante el todopoderoso aparataje. La recaudación de impuestos era, frecuentemente, extorsiva y caprichosa; los jóvenes eran reclutados y obligados a trabajar, pelear y morir por el sistema; las mujeres debían parir suficientes futuros peones y hacerse cargo de los despojos resultantes para mantener a la maquinaria en operación. La superioridad y competencia de la clase política no se cuestionaban, incluso cuando esta se originaba de elecciones fraudulentas o descarados golpes de Estado.

Entonces, preguntarle a un ciudadano su grado de satisfacción con el funcionamiento del Estado o la clase política era tan absurdo como pedirle a un burro de carga opiniones sobre la política agraria nacional. Sin embargo, la masa estaba dispuesta a tolerar esa situación. Además de toda la mitología nacional, había un consenso con respecto a que ese era el precio de la paz y de la seguridad, y a que era mil veces preferible eso a ser apátrida. El Estado era una creación sagrada encargada de velar por nuestra integridad, no una iniciativa personal ni una fuente de felicidad.

Hoy, todos los mitos fundacionales religiosos y nacionalistas han colapsado y existe abundante información objetiva sobre las ventajas y el costo del Estado-nación. Entendemos que el Estado es, aunque materialmente conveniente, una fuerza caprichosa a la que debemos servir irremediablemente pese a jamás haber elegido hacerlo. En comparación con el pasado, vivimos una época dorada de prosperidad, paz y derechos en la que las arbitrariedades de antes resultan inconcebibles. Sin embargo, paradójicamente, las cifras de aceptación de la democracia, el Estado y los políticos son bajísimas. Es decir; nos sentimos traicionados por quienes nos gobiernan, pese a que tenemos claro que la promesa que supuestamente debían honrar es, en su esencia, una impostura.

Nuestra clase política y el Estado no están en crisis por mal desempeño, sino porque los ciudadanos, al igual que sucedió con el matrimonio, hemos confundido la verdadera naturaleza y función de esas instituciones.

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Hace apenas un siglo, Estados y ciudadanos mantenían una relación transparentemente abusiva y autoritaria. Todo ciudadano tenía claro su condición de hormiga insignificante ante el todopoderoso aparataje. La recaudación de impuestos era, frecuentemente, extorsiva y caprichosa; los jóvenes eran reclutados y obligados a trabajar, pelear y morir por el sistema; las mujeres debían parir suficientes futuros peones y hacerse cargo de los despojos resultantes para mantener a la maquinaria en operación. La superioridad y competencia de la clase política no se cuestionaban, incluso cuando esta se originaba de elecciones fraudulentas o descarados golpes de Estado.

Entonces, preguntarle a un ciudadano su grado de satisfacción con el funcionamiento del Estado o la clase política era tan absurdo como pedirle a un burro de carga opiniones sobre la política agraria nacional. Sin embargo, la masa estaba dispuesta a tolerar esa situación. Además de toda la mitología nacional, había un consenso con respecto a que ese era el precio de la paz y de la seguridad, y a que era mil veces preferible eso a ser apátrida. El Estado era una creación sagrada encargada de velar por nuestra integridad, no una iniciativa personal ni una fuente de felicidad.

Hoy, todos los mitos fundacionales religiosos y nacionalistas han colapsado y existe abundante información objetiva sobre las ventajas y el costo del Estado-nación. Entendemos que el Estado es, aunque materialmente conveniente, una fuerza caprichosa a la que debemos servir irremediablemente pese a jamás haber elegido hacerlo. En comparación con el pasado, vivimos una época dorada de prosperidad, paz y derechos en la que las arbitrariedades de antes resultan inconcebibles. Sin embargo, paradójicamente, las cifras de aceptación de la democracia, el Estado y los políticos son bajísimas. Es decir; nos sentimos traicionados por quienes nos gobiernan, pese a que tenemos claro que la promesa que supuestamente debían honrar es, en su esencia, una impostura.

Nuestra clase política y el Estado no están en crisis por mal desempeño, sino porque los ciudadanos, al igual que sucedió con el matrimonio, hemos confundido la verdadera naturaleza y función de esas instituciones.

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