Ruido moderno

Entre el constante ruido de nuestra modernidad, se esconden los intelectuales en cuevas con ecos aullantes. Se levantan pues, todos los animales. Se siente el temblor. Y las bailarinas saltan, los violines lloran. Las marionetas vuelan… libres, liberadas de las riendas del titiritero. Buscando premisas, buscando noticias de los buenos vientos. De las nuevas alegrías inconstantes. Pero nadie escucha… hay demasiado ruido.

“Quiero rasgarme la carne, quiero salir corriendo… destrozar la ciudad, hundirme en el fango, ahogarme vivo” – dice el filósofo en repentino arrebato – “Me siento eufórico. Mal-eufórico, así, colérico… herido. Orgullo abierto. Inconsolable. Si tan siquiera pudiera incorporarme, ponerme garboso. Mirar al sol sin quemarme, quizás intuitivamente no me haría tanto daño el adiós”.

“He aprendido en los últimos dos días, más acerca de la envidia y la mala voluntad, que en toda una vida entera” – continúa – “Quizás y mueran los gatos, cayendo uno tras otro frente a las flores de azahar, así quizás las naranjas nos sepan más dulces. Incluso quien sabe… sepan más amargas”.

Porque en la madrugada del siglo XXI, la presión sanguínea es alta, las ansiedades crónicas y las depresiones terminales. Niños y niñas caminando tensos, presionados por expectativas imposibles y atacados por miedos retumbantes. Como el filósofo… de pasión profunda por la expectativa de vivir.

Ojalá y vuelva a ser el humanismo el centro de nuestra cosmología, antes que la máquina, antes que su capitalización. Que reconectemos con la Pachamama y volvamos a la fuente. Porque así, tan de repente, cambian las cosas de la noche a la mañana, del día al medio día. De luna llena a luna menguante.

Y desaparecen las angustias, se van corriendo las lágrimas por el desagüe de Oz. Creando nuevas pinturas de acuarela en las esquinas del alma.

Y es que no sé. No sé lo que pasa, hay mucho ruido. ¡cállenlo ya!

Que no se escucha lo importante… que no nos deja estar reflexivos.

Entre el constante ruido de nuestra modernidad, se esconden los intelectuales en cuevas con ecos aullantes. Se levantan pues, todos los animales. Se siente el temblor. Y las bailarinas saltan, los violines lloran. Las marionetas vuelan… libres, liberadas de las riendas del titiritero. Buscando premisas, buscando noticias de los buenos vientos. De las nuevas alegrías inconstantes. Pero nadie escucha… hay demasiado ruido.

“Quiero rasgarme la carne, quiero salir corriendo… destrozar la ciudad, hundirme en el fango, ahogarme vivo” – dice el filósofo en repentino arrebato – “Me siento eufórico. Mal-eufórico, así, colérico… herido. Orgullo abierto. Inconsolable. Si tan siquiera pudiera incorporarme, ponerme garboso. Mirar al sol sin quemarme, quizás intuitivamente no me haría tanto daño el adiós”.

“He aprendido en los últimos dos días, más acerca de la envidia y la mala voluntad, que en toda una vida entera” – continúa – “Quizás y mueran los gatos, cayendo uno tras otro frente a las flores de azahar, así quizás las naranjas nos sepan más dulces. Incluso quien sabe… sepan más amargas”.

Porque en la madrugada del siglo XXI, la presión sanguínea es alta, las ansiedades crónicas y las depresiones terminales. Niños y niñas caminando tensos, presionados por expectativas imposibles y atacados por miedos retumbantes. Como el filósofo… de pasión profunda por la expectativa de vivir.

Ojalá y vuelva a ser el humanismo el centro de nuestra cosmología, antes que la máquina, antes que su capitalización. Que reconectemos con la Pachamama y volvamos a la fuente. Porque así, tan de repente, cambian las cosas de la noche a la mañana, del día al medio día. De luna llena a luna menguante.

Y desaparecen las angustias, se van corriendo las lágrimas por el desagüe de Oz. Creando nuevas pinturas de acuarela en las esquinas del alma.

Y es que no sé. No sé lo que pasa, hay mucho ruido. ¡cállenlo ya!

Que no se escucha lo importante… que no nos deja estar reflexivos.

Entre el constante ruido de nuestra modernidad, se esconden los intelectuales en cuevas con ecos aullantes. Se levantan pues, todos los animales. Se siente el temblor. Y las bailarinas saltan, los violines lloran. Las marionetas vuelan… libres, liberadas de las riendas del titiritero. Buscando premisas, buscando noticias de los buenos vientos. De las nuevas alegrías inconstantes. Pero nadie escucha… hay demasiado ruido.

“Quiero rasgarme la carne, quiero salir corriendo… destrozar la ciudad, hundirme en el fango, ahogarme vivo” – dice el filósofo en repentino arrebato – “Me siento eufórico. Mal-eufórico, así, colérico… herido. Orgullo abierto. Inconsolable. Si tan siquiera pudiera incorporarme, ponerme garboso. Mirar al sol sin quemarme, quizás intuitivamente no me haría tanto daño el adiós”.

“He aprendido en los últimos dos días, más acerca de la envidia y la mala voluntad, que en toda una vida entera” – continúa – “Quizás y mueran los gatos, cayendo uno tras otro frente a las flores de azahar, así quizás las naranjas nos sepan más dulces. Incluso quien sabe… sepan más amargas”.

Porque en la madrugada del siglo XXI, la presión sanguínea es alta, las ansiedades crónicas y las depresiones terminales. Niños y niñas caminando tensos, presionados por expectativas imposibles y atacados por miedos retumbantes. Como el filósofo… de pasión profunda por la expectativa de vivir.

Ojalá y vuelva a ser el humanismo el centro de nuestra cosmología, antes que la máquina, antes que su capitalización. Que reconectemos con la Pachamama y volvamos a la fuente. Porque así, tan de repente, cambian las cosas de la noche a la mañana, del día al medio día. De luna llena a luna menguante.

Y desaparecen las angustias, se van corriendo las lágrimas por el desagüe de Oz. Creando nuevas pinturas de acuarela en las esquinas del alma.

Y es que no sé. No sé lo que pasa, hay mucho ruido. ¡cállenlo ya!

Que no se escucha lo importante… que no nos deja estar reflexivos.

Entre el constante ruido de nuestra modernidad, se esconden los intelectuales en cuevas con ecos aullantes. Se levantan pues, todos los animales. Se siente el temblor. Y las bailarinas saltan, los violines lloran. Las marionetas vuelan… libres, liberadas de las riendas del titiritero. Buscando premisas, buscando noticias de los buenos vientos. De las nuevas alegrías inconstantes. Pero nadie escucha… hay demasiado ruido.

“Quiero rasgarme la carne, quiero salir corriendo… destrozar la ciudad, hundirme en el fango, ahogarme vivo” – dice el filósofo en repentino arrebato – “Me siento eufórico. Mal-eufórico, así, colérico… herido. Orgullo abierto. Inconsolable. Si tan siquiera pudiera incorporarme, ponerme garboso. Mirar al sol sin quemarme, quizás intuitivamente no me haría tanto daño el adiós”.

“He aprendido en los últimos dos días, más acerca de la envidia y la mala voluntad, que en toda una vida entera” – continúa – “Quizás y mueran los gatos, cayendo uno tras otro frente a las flores de azahar, así quizás las naranjas nos sepan más dulces. Incluso quien sabe… sepan más amargas”.

Porque en la madrugada del siglo XXI, la presión sanguínea es alta, las ansiedades crónicas y las depresiones terminales. Niños y niñas caminando tensos, presionados por expectativas imposibles y atacados por miedos retumbantes. Como el filósofo… de pasión profunda por la expectativa de vivir.

Ojalá y vuelva a ser el humanismo el centro de nuestra cosmología, antes que la máquina, antes que su capitalización. Que reconectemos con la Pachamama y volvamos a la fuente. Porque así, tan de repente, cambian las cosas de la noche a la mañana, del día al medio día. De luna llena a luna menguante.

Y desaparecen las angustias, se van corriendo las lágrimas por el desagüe de Oz. Creando nuevas pinturas de acuarela en las esquinas del alma.

Y es que no sé. No sé lo que pasa, hay mucho ruido. ¡cállenlo ya!

Que no se escucha lo importante… que no nos deja estar reflexivos.