Vanidosos y empobrecidos

Daniel Márquez Soares

Siempre nos hemos negado a asumirnos como un pueblo pobre y hemos preferido vernos como un pueblo empobrecido. Un pueblo pobre es, simplemente, un pueblo desafortunado al que el mundo y la vida le dieron muy poco; es una triste historia sin lugar para culpables ni grandes egos. ¿Qué orgullo puede haber en venir al mundo sumido en la miseria?

Uno empobrecido, en cambio, es un pueblo ungido y bendecido en su origen, justo poseedor de un ego inflado, cuya miseria es apenas un estado contranatural producto de fuerzas malignas. En Ecuador hemos fabricado para nuestro relato nacional diferentes villanos culpables de nuestro empobrecimiento: España, Estados Unidos, la masonería internacional, las multinacionales, la oligarquía o, la más reciente, la conspiración correísta transnacional.

El mito del empobrecimiento nos permite, en medio de tanto fracaso, preservar al menos nuestra gigantesca autoestima. El problema es que preserva este ego nacional a costa de todo el resto. Hace que cualquier esfuerzo de cooperación y construcción colectiva de un futuro más próspero sea estéril. Según esa teoría, lo único que hace falta para mejorar es acabar con las malignas fuerzas empobrecedoras; de destruirlas, volveremos a nuestro estado natural de riqueza y bienestar. Se trata de destruir, no de construir; de pelear, no de conciliar.

No somos empobrecidos, sino pobres que gastan más de lo que ganan y no estamos dispuestos a aceptarlo. Necesitamos recursos, pero nos negamos a renunciar a la gasolina subsidiada, a reducir el tamaño del sector público, a aumentar la explotación petrolera o a la minería. Cuando se nos pide una alternativa, siempre repetimos “que les cobren a los ricos” o “que recuperen el botín del correísmo”.

El Estado ecuatoriano no pudo evitar que, a piedrazos y palazos, una muchedumbre improvisada le extranjera un subsidio de más de mil millones de dólares. ¿Creemos acaso que ese Estado pusilánime podrá batirse con los mejores abogados, grupos de presión, contadores y manipuladores de la opinión pública (los que trabajan para esos grupos que aspira a esquilmar)? Aunque nos duela, terminaremos aceptando las evidentes opciones que nos hemos rehusado a considerar.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

Siempre nos hemos negado a asumirnos como un pueblo pobre y hemos preferido vernos como un pueblo empobrecido. Un pueblo pobre es, simplemente, un pueblo desafortunado al que el mundo y la vida le dieron muy poco; es una triste historia sin lugar para culpables ni grandes egos. ¿Qué orgullo puede haber en venir al mundo sumido en la miseria?

Uno empobrecido, en cambio, es un pueblo ungido y bendecido en su origen, justo poseedor de un ego inflado, cuya miseria es apenas un estado contranatural producto de fuerzas malignas. En Ecuador hemos fabricado para nuestro relato nacional diferentes villanos culpables de nuestro empobrecimiento: España, Estados Unidos, la masonería internacional, las multinacionales, la oligarquía o, la más reciente, la conspiración correísta transnacional.

El mito del empobrecimiento nos permite, en medio de tanto fracaso, preservar al menos nuestra gigantesca autoestima. El problema es que preserva este ego nacional a costa de todo el resto. Hace que cualquier esfuerzo de cooperación y construcción colectiva de un futuro más próspero sea estéril. Según esa teoría, lo único que hace falta para mejorar es acabar con las malignas fuerzas empobrecedoras; de destruirlas, volveremos a nuestro estado natural de riqueza y bienestar. Se trata de destruir, no de construir; de pelear, no de conciliar.

No somos empobrecidos, sino pobres que gastan más de lo que ganan y no estamos dispuestos a aceptarlo. Necesitamos recursos, pero nos negamos a renunciar a la gasolina subsidiada, a reducir el tamaño del sector público, a aumentar la explotación petrolera o a la minería. Cuando se nos pide una alternativa, siempre repetimos “que les cobren a los ricos” o “que recuperen el botín del correísmo”.

El Estado ecuatoriano no pudo evitar que, a piedrazos y palazos, una muchedumbre improvisada le extranjera un subsidio de más de mil millones de dólares. ¿Creemos acaso que ese Estado pusilánime podrá batirse con los mejores abogados, grupos de presión, contadores y manipuladores de la opinión pública (los que trabajan para esos grupos que aspira a esquilmar)? Aunque nos duela, terminaremos aceptando las evidentes opciones que nos hemos rehusado a considerar.

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Daniel Márquez Soares

Siempre nos hemos negado a asumirnos como un pueblo pobre y hemos preferido vernos como un pueblo empobrecido. Un pueblo pobre es, simplemente, un pueblo desafortunado al que el mundo y la vida le dieron muy poco; es una triste historia sin lugar para culpables ni grandes egos. ¿Qué orgullo puede haber en venir al mundo sumido en la miseria?

Uno empobrecido, en cambio, es un pueblo ungido y bendecido en su origen, justo poseedor de un ego inflado, cuya miseria es apenas un estado contranatural producto de fuerzas malignas. En Ecuador hemos fabricado para nuestro relato nacional diferentes villanos culpables de nuestro empobrecimiento: España, Estados Unidos, la masonería internacional, las multinacionales, la oligarquía o, la más reciente, la conspiración correísta transnacional.

El mito del empobrecimiento nos permite, en medio de tanto fracaso, preservar al menos nuestra gigantesca autoestima. El problema es que preserva este ego nacional a costa de todo el resto. Hace que cualquier esfuerzo de cooperación y construcción colectiva de un futuro más próspero sea estéril. Según esa teoría, lo único que hace falta para mejorar es acabar con las malignas fuerzas empobrecedoras; de destruirlas, volveremos a nuestro estado natural de riqueza y bienestar. Se trata de destruir, no de construir; de pelear, no de conciliar.

No somos empobrecidos, sino pobres que gastan más de lo que ganan y no estamos dispuestos a aceptarlo. Necesitamos recursos, pero nos negamos a renunciar a la gasolina subsidiada, a reducir el tamaño del sector público, a aumentar la explotación petrolera o a la minería. Cuando se nos pide una alternativa, siempre repetimos “que les cobren a los ricos” o “que recuperen el botín del correísmo”.

El Estado ecuatoriano no pudo evitar que, a piedrazos y palazos, una muchedumbre improvisada le extranjera un subsidio de más de mil millones de dólares. ¿Creemos acaso que ese Estado pusilánime podrá batirse con los mejores abogados, grupos de presión, contadores y manipuladores de la opinión pública (los que trabajan para esos grupos que aspira a esquilmar)? Aunque nos duela, terminaremos aceptando las evidentes opciones que nos hemos rehusado a considerar.

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Daniel Márquez Soares

Siempre nos hemos negado a asumirnos como un pueblo pobre y hemos preferido vernos como un pueblo empobrecido. Un pueblo pobre es, simplemente, un pueblo desafortunado al que el mundo y la vida le dieron muy poco; es una triste historia sin lugar para culpables ni grandes egos. ¿Qué orgullo puede haber en venir al mundo sumido en la miseria?

Uno empobrecido, en cambio, es un pueblo ungido y bendecido en su origen, justo poseedor de un ego inflado, cuya miseria es apenas un estado contranatural producto de fuerzas malignas. En Ecuador hemos fabricado para nuestro relato nacional diferentes villanos culpables de nuestro empobrecimiento: España, Estados Unidos, la masonería internacional, las multinacionales, la oligarquía o, la más reciente, la conspiración correísta transnacional.

El mito del empobrecimiento nos permite, en medio de tanto fracaso, preservar al menos nuestra gigantesca autoestima. El problema es que preserva este ego nacional a costa de todo el resto. Hace que cualquier esfuerzo de cooperación y construcción colectiva de un futuro más próspero sea estéril. Según esa teoría, lo único que hace falta para mejorar es acabar con las malignas fuerzas empobrecedoras; de destruirlas, volveremos a nuestro estado natural de riqueza y bienestar. Se trata de destruir, no de construir; de pelear, no de conciliar.

No somos empobrecidos, sino pobres que gastan más de lo que ganan y no estamos dispuestos a aceptarlo. Necesitamos recursos, pero nos negamos a renunciar a la gasolina subsidiada, a reducir el tamaño del sector público, a aumentar la explotación petrolera o a la minería. Cuando se nos pide una alternativa, siempre repetimos “que les cobren a los ricos” o “que recuperen el botín del correísmo”.

El Estado ecuatoriano no pudo evitar que, a piedrazos y palazos, una muchedumbre improvisada le extranjera un subsidio de más de mil millones de dólares. ¿Creemos acaso que ese Estado pusilánime podrá batirse con los mejores abogados, grupos de presión, contadores y manipuladores de la opinión pública (los que trabajan para esos grupos que aspira a esquilmar)? Aunque nos duela, terminaremos aceptando las evidentes opciones que nos hemos rehusado a considerar.

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