Greta, la ingrata

Daniel Márquez Soares

La joven sueca Greta Thunberg tiene suficientes motivos para ser agradecida con las generaciones que la precedieron. Podría haber aprovechado su tiempo en las Naciones Unidas para expresar su gratitud porque, gracias al trabajo de estas, ha tenido la fortuna de crecer en una de las sociedades más prósperas que ha conocido la historia humana. No ha tenido que sobrevivir hambrunas ni epidemias, viendo impotente cómo muere la gente a su alrededor. La guerra nunca ha visitado su ciudad, ni ha tenido que ver a alguno de sus seres queridos marchar a algún lejano campo de batalla a pelear y caer como un animal.

No ha tenido que lidiar con el riesgo de terminar esclavizada, vendida o prostituida, ni ha necesitado preguntarse cómo hará para sobrevivir al frío del invierno. Ha podido educarse y no ha tenido que preguntarse antes de abrir la boca para expresar su opinión si es que aquello que diga no podría conducirla a la cárcel, a la mesa de torturas o al cadalso. Ha nacido en una sociedad en la que el crimen prácticamente no existe y en la que sus necesidades básicas, de la cuna a la tumba, están garantizadas.

Greta tiene todo eso hoy gracias al esfuerzo de todos los seres humanos comunes y corrientes, de esos soldados, campesinos, obreros, profesores, científicos y demás, que la precedieron. Pero en lugar de agradecer, prefirió quejarse y exigir. Dijo que le han robado su infancia y sus sueños, y que lo único que ha heredado es una catástrofe ecológica. No dudó al afirmar que “todo está mal”. Y la aplaudieron por ello.

Es aplaudida porque encarna la mala costumbre contemporánea de reaccionar a nuestros mal resueltos problemas personales y aburridos dilemas burgueses odiando a la humanidad y al mundo. Debería indignarnos que la próspera Europa, con su particular historia, quiera llevar la voz cantante en el debate sobre el ambiente y el futuro, pero parece no importarnos en tanto haga eco de nuestra rabieta.

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