César Ulloa Tapia
A la distancia de 11 años, cuando aquellas voces que prometieron la refundación de la patria se impusieron en las urnas y se aprobó la Constitución de Montecristi, las críticas que se realizaron en ese momento cobran más vida que nunca. Para muchos, esa pirueta ideológica disfrazó con poesía las inconsistencias en el diseño de las instituciones, la lógica de pesos y contrapesos entre los poderes del Estado y el valor de la participación, en el sentido de que estatizaron toda práctica espontánea de vivir en democracia.
Tal fue el nivel de desafección de la población por la política que el canto de sirena del populismo fue peor que la enfermedad. Después de una década de revolución ciudadana, las consecuencias son de terror. Basta un botón, la participación no puede estar controlada, regulada e impuesta por un Consejo de Participación Ciudadana y Control Social que no tiene ninguna razón de existir.
Una Constitución que es progresista en derechos es incompatible con un modelo hiperpresidencialista. Esa fue la primera barbaridad, por decir lo menos. Se diseñó un poder Ejecutivo extremadamente exacerbado y que puede, como sucedió en los últimos 10 años, gobernar con antipatías y pulverizar los derechos de asociación y participación de las personas y las organizaciones como ocurrió con los decretos presidenciales 16 y 739.
Pero tal fue la efervescencia de parir un nuevo Ecuador y de la mano de una propuesta que enterraba el pasado, que la Carta Magna, no solo que tenía que ser parecida a la del comandante Hugo Chávez en Venezuela, sino también a las propuestas de asesores españoles que vendieron la misma receta a los gobiernos andinos el giro a la izquierda.
La propaganda del Gobierno edulcoró ese experimento con frases persuasivas de que todo pasado fue peor y en Montecristi se dio a luz a la Constitución número 20. Esto significa que en nuestra joven vida republicana, la fabricación de normas ha sido constante y sin ningún efecto halagador, peor aún con el intento del 2008.