Para aprender

Jaime A. Guzmán R.

En los Estados Unidos de Norte América, New York, en Long Island, en la Iglesia de Santa Ana regentada por sacerdotes de la religión católica, concurrí a una misa dominical.

Dicho acto se llevó a cabo en idioma castellano y con todas las solemnidades y reglas instituidas por dicha religión, con la única diferencia que el sacerdote que celebró dicha ceremonia, curiosamente, en los ritos de despido, sin dar la bendición acostumbrada en nuestro medio, procedió a salir de la capilla sujetando una cruz y escoltado de dos de los ayudantes que le acompañaron en la celebración.

Cuando abandoné del santuario, con sorpresa, pude constatar que el presbítero principal de dicho santuario estaba en las afueras del templo, en un diálogo abierto de caridad, solidaridad y amor, dando la bendición a cada uno de los feligreses que estuvieron presentes en dicha celebridad.

Esta particularidad, para mi nueva, constituye un acto digno de imitarse y una lección de diálogo fructífero que permitió un contacto directo entre el párroco y sus devotos.

Sí. ¡Esto es! Realmente es un acto muy significativo tendente a liberar a la iglesia de su ensimismamiento para atender lo que verdaderamente es su misión: la comprensión de lo que está a su alrededor para entonces poder subsanar algunas heridas y por ende predicar el evangelio más adecuadamente en procura de transmitir el amor de Dios en forma activa y real.

Queda encendida esta luz. Diminuta, pero luz. Es decir, un albor de esperanza, para que nuestra iglesia católica ponga en práctica esta acción y así aprendamos a aprender a practicar el principal objetivo de la vida: mantenernos unidos, más colaboradores, unos de otros, en procura de logar una verdadera y eterna fraternidad. (O)