CAMINANTE, SE HACE CAMINO AL ANDAR

En mi memoria han quedado grabadas las imágenes de las penosas y enormes olas de migrantes que han ocurrido en nuestra América del Sur, en los últimos 80 años.

Primero fueron los indígenas ecuatorianos que buscaron mejores horizontes económicos en otras tierras. Con sus productos a sus espaldas recorrieron la geografía del mundo y aunque muchos volvieron a su “llacta” y a los suyos, otros se quedaron por allá.

Luego, en la década de los años sesenta, las aguas del mar Caribe se llenaron de balsas y de cubanos que descontentos con el gobierno que se había instalado en la isla y su violencia, emprendieron un viaje sin retorno a ocupar las tierras de la Florida transformando una ciudad de habla inglesa en otra de habla latina.

Y no fue la última. Otra ola de terror conocida como la Operación Cóndor sacudió esta región. Brasil, Uruguay, Argentina y Chile fueron los países que más sufrieron el desate del odio, la violencia y donde más seres humanos derramaron su sangre. Los que pudieron sobrevivir, emprendieron la diáspora y saliendo de los límites geográficos de sus patrias, se adentraron por los oscuros caminos de la emigración, del exilio, del desarraigo.

Vendría luego una crisis económica que devastó a la región. Hiperinflación, quiebras de muchos bancos y financieras, suicidios, y sobre todo, el inicio de un viaje a lo desconocido. Buscar otra tierra, otra cultura y adaptarse a ella, someterse a una moderna esclavitud aceptando pagos no legales con tal de sobrevivir. Ecuador fue uno de los países que más se desangró con esta migración.

La violencia política, oficial y de grupos armados, provocó que entre 1.980 y el 2.000 miles, especialmente colombianos y peruanos, emigraran hacia otras geografías.

Hoy asistimos a otra incontenible oleada de migración en nuestro suelo sudamericano; Venezuela, el país más rico, de mayores recursos económicos, es hoy la fuente de donde salen millones de seres humanos en busca de la paz y de comida.

Pero, fijémonos bien. Todo este fenómeno migratorio no responde a grandes desastres naturales. Nuestra tierra, de vez en cuando, nos sacude, nos pone a temblar, pero no ha sido la culpable de este desangre; ha sido la propia especie, somos los propios seres humanos los culpables. Hemos sido nosotros los que, empujados por nuestra ambición o nuestra ceguera y fanatismo político, hemos empujado a millones de nuestros hermanos a salir de su entorno, a emprender el viaje de la migración.