Un viejo consenso

Daniel Marquez Soares

Respecto a la corrupción, Ecuador es conservador y tradicionalista. En otros lugares, tanto el oficio de robarle al Estado como capturar a quienes lo hacen se han vuelto técnicos y sofisticados. La sociedad es incapaz de entender cómo las arcas públicas son saqueadas, peor aún de señalar a los culpables; confía en expertos de la prensa, la justicia y los organismos de control para desenmascarar complejísimos esquemas y poner a los autores tras las rejas. Aquí seguimos robando a la vieja usanza: de forma simplona, a la vista de todo el mundo y amparados en una milenaria complicidad social.

En Ecuador la gente común y corriente parece estar mejor informada sobre la corrupción que las autoridades encargadas de combatirla y las organizaciones destinadas a prevenirla. Nuestros políticos y autoridades son especialistas en denunciar escándalos que el ciudadano de a pie ya conocía.

Podríamos hacer un breve resumen de los fenómenos y mecanismos: obras con sobreprecio, fallos o capacidad excesiva; asesores fantasmas cuyo trabajo solo consiste en cobrar el sueldo y dárselo al jefe; cobro de diezmo, de forma semiextorsiva, para el jefe o el partido; consultorías inútiles, innecesarias o infladas; empresas que dan servicios al Estado que terminan siendo propiedad de los propios funcionarios a cargo de la contratación; asignación de puestos a amigos y parientes inútiles; legislar para beneficiar a amigos y patrocinadores; alternar entre el servicio público y la “consultoría política”; funcionarios y empleados públicos propietarios de empresas privadas que se benefician de subsidios o licencias gubernamentales.

Basta saber aritmética para darse cuenta de que muchos funcionarios tienen un importante ingreso adicional o de que no llevan a cabo su trabajo. Pero no nos importa porque, históricamente, los ecuatorianos hemos vivido bajo el consenso de que conquistar el poder conlleva el derecho a saquear el Estado. A cambio, los políticos de turno se comprometen a no incurrir en atropellos y, luego de su período, a marcharse en paz y dejar que otros saqueen. ¿Por qué insistimos en fingir que nadie sabía nada?

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