Profanaciones

Los abusos sexuales a niños y adolescentes perpetrados por religiosos siguen develándose y, con justa razón, conmoviendo la conciencia universal.
Este asunto cobra mayor gravedad por cuanto quienes llamados se encuentran a inculcar valores y principios, al ir por sendas extraviadas cometen hechos que, de oficio, deberían combatir y que merecen ser sancionados con toda la rigurosidad de la Ley, a fin de que no prosigan estas atroces profanaciones a la dignidad humana.

Se llega de lo increíble a la indignación cuando se lee noticias como aquella de los trescientos curas pedófilos que abusaron de más de mil niños y niñas, en seis de las ocho diócesis de Pensilvania, Estados Unidos, de acuerdo a un informe policial que, recientemente, se hizo público.

Frente a semejantes atropellos, una de las soluciones sería que la Iglesia Católica permita el matrimonio a los religiosos, para que puedan ejercer a plenitud su sexualidad y no caigan en tentaciones y acciones tan repugnantes como las anotadas. Obviamente, hay religiosos que honran su vocación y por lo cual merecen máximo respeto, ya que sus prédicas están corroboradas por conductas ejemplares; el problema -y de mucho peligro para la sociedad- es el de los sujetos descarriados que nadan en el fango de su hipocresía y ruin proceder y que, bajo ningún concepto, deben ser protegidos por los obispos, como parece haber acontecido en Pensilvania, donde la presión sube contra los purpurados encubridores.

El Vaticano, con “vergüenza y dolor”, ha expresado su rechazo a esto que “destruye la vida de los inocentes”, enfatizando que “el papa Francisco está al lado de las víctimas”. Es lo menos que se puede pedir.

Los pastores no deben ser lobos disfrazados con piel de oveja.

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