Lo común en los dictadores

Víctor Cabezas

Uno de los rasgos de los muchos que comparten los caudillos de los “gobiernos progresistas” o del socialismo del siglo XXI es el abanderamiento de la “persecución política” como argumento de defensa frente a los diversos procesos judiciales que, una vez alejados del poder, deben enfrentar como todo ciudadano.

Rafael Correa pregona a diario que el juicio en su contra por el caso Balda es una persecución política, Diosdado Cabello y Maduro alegan que las investigaciones por corrupción y otros delitos que se adelantan en Estados Unidos responden a una persecución imperial.

La principal defensa de Lula da Silva frente a los cargos de corrupción es que el poder pretende separarlo de las elecciones en un juicio politizado, asimismo Fujimori se defendió de las gravísimas violaciones a los Derechos Humanos, hoy incuestionables, y a la campante corrupción de su gobierno.

Si cooptaron la justicia y los espacios de control para amedrentar a otros políticos y perseguir a quien sea que se opusiera a su poder aplanador, lo mínimo a esperar es que entiendan que el resto actuará como ellos lo hubieran hecho: persiguiendo. Segundo, ninguno ha creído ni en el Estado de Derecho ni en la institucionalidad.

Que cuestionen la legitimidad de un proceso judicial llevado ante las cortes de un Estado desde el argumento sórdido de la “politización de la justicia”, demuestra la decadencia de su concepción del poder judicial que, en su lógica, solo sirve para justificar y proteger sus intereses.

Cuando los jueces revisan su comportamiento, como lo hacen con cualquier ciudadano, su mejor respuesta es descalificar el sistema. La justicia solo funciona, como todo desde su visión del Estado, cuando les permite medrar del sistema, enriquecerse, empoderarse y, a la larga, perpetuarse.

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