El astronauta

Mario José Cobo

Un impulso extremo se requiere para salir de la atmosfera al espacio celeste. La cantidad de energía que necesita un cohete para dejar atrás la tierra escapa de nuestra comprensión auditiva y supera a la razón. Así, cientos de astronautas, con sueños encapsulados en trajes espaciales, tienen el privilegio de mirar al planeta desde arriba, más arriba que cualquiera de nosotros. “Te cambia la vida” comenta el astronauta al regreso de su viaje estelar; “tan minúsculo, todo el esplendor caótico desaparece y deja paso al silencio en las estrellas”.

“Solo se escucha tu respiración, todo se queda atrás y ya nada vuele a ser como antes, vivimos en un inmenso corral ovalado de colores y sinfonías… en la mayor obra de arte, y aun así no salimos de nuestro insomnio mental, en donde damos demasiada importancia a cosas que perecen, en donde derrochamos nuestros esfuerzos para alcanzar una meta que se desvía de la felicidad para caminar por la codicia”.

El astronauta conoce entonces un secreto. Él sabe que no somos nada, ni tan siquiera un punto en la atmosfera, nada más que un guiño coqueto en la vastísima extensión de la vía láctea. Se aflige al pensar que un organismo compuesto por carbono y complejas estructuras de ácido ribonucleico sea tan egoísta. Egoísta porque solo piensa en él mismo, solo busca en él mismo, solo trabaja por él mismo; intención, delirio, desenfreno, poder y estatus por si mismo y para consigo mismo.

“Es duro” admite “regresar del espacio y encontrar confusión en la gente a la que amas, saberles perdidos en su nebulosa carcomida por el miedo a la soledad y la muerte… inseguros deambulantes entre campanas mentirosas y discursos de odio disfrazados de amor verdadero, me gustaría que vieran lo que yo he visto, que supieran que nada de esto importa, que no importan, aceptarse insignificantes, incapaces de hacer ni la más mínima influencia, eso es sinónimo intrínseco de abandonar la tierra para entregarte al infinito del universo interestelar”.