Procesiones

Por: Andrés Pachano

Estamos viviendo lo más intenso del ritualismo del cristianismo católico, aquel que se manifiesta con gran dramatismo en la “Semana de la Pasión”, aquella de la mayor celebración del catolicismo, la del “triduo pascual”, que en nuestro país se la vive con especial manifestación del drama popular, aquel del “…por mi culpa, por mi maldita culpa, por mi bendita culpa…” y que se expresa fundamentalmente en las grandes procesiones que acompañan la expiación de miedos y recelos de los habitantes.

“Las procesiones son el acercamiento de lo sagrado al pueblo” dice una cristiana definición de esta manifestación popular, y es ahí donde se exponen esos remordimientos sociales.

El drama que ellas encierran, sobre todo las del Viernes Santo, es hondo, muy arraigado en la creencia popular, en sus dogmas, en sus íntimos misterios irresueltos. Todo en su entorno tiene el aura de la muerte, todo lleva al drama: la música que acompaña el desfile penitente, el rictus de rostros sufrientes, el ritmo acompasado de la marcha de una muchedumbre apesadumbrada, el color de túnicas y “cucuruchos”, esos capirotes cónicos y puntiagudos que esconden rostros mendicantes de perdón que develan solo unos mismos ojos escrutadores, anónimos, recónditos y repletos de culpas también anónimas. Esos cucuruchos de cartón y tela morada se remontan –quizá- a los tiempos de los condenados por la inquisición de la edad media o al desfile de la muerte en los albores de nuestra república en la marcha al cadalso de reos sepultados por la sociedad; su forma cónica puntiaguda parecería ser que indican “…el acercamiento del penitente al cielo…”, sacro concepto del inquisidor y en nuestro tiempo la dádiva del perdón, la expiación de las culpas.

Ver la procesión del viernes santo en las sufrientes cuestas de Quito es eso: sentir el drama humano de las ocultas tristezas de un pueblo devoto de sus misterios; así vemos a los penitentes, que cargan pesados maderos en sus hombros o a los que se auto flagelan en la marcha o a los que cargan hirientes cactus en sus espaldas que brotan sangre, a los que arrastran cadenas de dolores.

Difícil entender este colectivo sometimiento a esas “…llamas del infierno…”.