Kawsay

MARIO JOSÉ COBO

Acordes de guitarra suenan en el altar mayor de la catedral de San Francisco de Quito, mientras el cura Don Pedro implora piedad al Cristo del amor. Los monaguillos caminan en fila india abrumado por el sonoro cantar de Cristina, que lanza sus saetas esterilizadas, rompiendo con mil agujas la tensión del aire que ahoga a los que lloran por la muerte de Dios nuestro Señor. Cucuruchos desfilan con cruces gigantes que sostienen en su espalda, sangrando sus pies descalzos por las calles de piedras frías que amortiguan el peso del alma, Mientras tres ancianas curiosas con mantillas negras miran con consternación el espectáculo pascual, una sostiene un rosario, la otra la foto de su amado y la ultima un cigarro, que fuma lentamente y con dejes pausados.

La india María aprovecha sus vacaciones para ir al campo en donde está su madre y su padre, su hermano, su perro. Deja el delantal y se pone el poncho, curando el frío del viento que sopla desde el Pichincha en donde la montaña se une con el cielo para gritarle al mundo ¡fuego!

Llora la india al ver a su tía, que trae tostados y chochos desde el pueblo a su tierra, se sientan juntos, comen juntos. Alegre, contenta. Bailan en el páramo sus hermanos humanos, de tambores y flautitas, de faldas grandes tejidas de oro y alpaca fina. ¡Baila María! le dice su amiga: ¨Qampis, ¿paykunajinachu sientekunki?¨. Y ella siente, y ella baila. Se sonroja. Se relaja.

Herencia, pay mamá, pay papá.

Kawsay, Taki kapchiy, t’anta.

Pero en Quito el padre Pedro exclama: ¨…por los clavos de Cristo¨, y toca campanas, enciende incienso, saca el agua bendita.

Los fieles en colas adornan de rosas al Dios caído. En silencio, en luto, sin respiro.

Mientras cielo y tierra soplan el pelo negro de María, que hunde su rostro en agua fría, que le devuelve el brillo y el significado de vida, que camina y cambia, que goza y canta.

Kawsay: capacidad de nacer, crecer, reproducirse y morir, y, a lo largo de sucesivas generaciones, evolucionar.