El precio de la suavidad

Daniel Màrquez Soares

El juego de intrigas, alianzas y traiciones alrededor del poder en nuestro país ha alcanzado un grado de complejidad que recuerda al de la guerra civil siria o de las miniseries de moda. No está claro ya cuáles son los bandos ni quién está contra quién. Los supuestos aliados en un frente combaten en el otro; presuntos adversarios se alían para luchar contra quienes en teoría son sus coidearios; quien ayer era subordinado o camarada incondicional de un protagonista, aparece hoy como fiel escudero de su peor enemigo.

No se trata del quién, sino también del cómo. En lugar de recuperar el decoro, nuestro sistema político parece haber optado por renovar su arsenal echando mano de prácticas de baja estofa más típicas del mundo del hampa. Cada semana estalla un escándalo: grabaciones secretas, pactos inconfesables, escuchas clandestinas, chantajes, agendas ocultas. Si eso es lo que ha salido a la luz, uno solo puede erizarse al pensar en el calibre de las que permanecen tras bastidores.

Es una pérdida de tiempo acusar a los políticos de deslealtad o de falta de ideología. La preocupación principal de un político no es sus electores, sino su puesto. En épocas en las que es claro quién es el líder capaz de garantizar seguridad laboral a los políticos y cuál es el recital ideológico necesario para complacerlo, la lealtad a la persona y al discurso son prácticas comunes y fáciles. Pero en tiempos como este, cuando no queda claro quién manda, quién es la persona que puede garantizar la seguridad laboral y económica de la burocracia y de los funcionarios electos, ni quién es el dueño de la escalera para el ascenso político, hacerlo es imposible. Nuestros políticos han devenido en cortesanos conspiradores porque no saben a quién tienen que serle leales para sobrevivir. Muchos anhelaban un liderazgo blando, pero esto es parte importante del precio que hay que pagar: una conflagración generalizada, cada vez más inescrupulosa, entre funcionarios paranoicos que no saben a quién servir. Nuestros políticos no pueden pensar en soluciones para la crisis porque están demasiado ocupados intentando descubrir a quién obedecer.

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