Isla de azufre

Por: Andrés Pachano

Se dice que el azufre tiene el tenebroso olor al infierno y, aunque no existe, así ha de ser.

“…Por todas partes, al amanecer, yacen los muertos, resultado de la mayor de las violencias posibles. En ningún lugar del Pacífico he visto cuerpos tan destrozados. Muchos están seccionados por la mitad. Brazos y piernas, a 15 metros del torso más cercano…”.

Este un fragmento del dramático relato del corresponsal de guerra Robert Sherrod para la revista Time, escrito el 20 de febrero de 1945 desde el horror de una trinchera de Iwo Jima en el Pacífico, luego del desembarco Norteamericano del día anterior. Sin lugar a dudas el reportero veía el infierno desatado en esta isla que, en su idioma nativo, quiere decir ‘Isla de Azufre’.

Se acercaba el fin de la II Guerra Mundial y para las tropas norteamericanas era de vital importancia esta roca del archipiélago de las Islas Volcán, situada en mitad de camino entre las Marianas -base de los bombarderos B 29 Americanos- y Tokio, objetivo último de estos aviones. Su ocupación debilitaba la defensa japonesa a su patria, a la capital de su imperio. El alto mando americano decidió su invasión, previéndose que los combates no durarían más de cinco días. No contaron con la férrea voluntad de los soldados japoneses, ocultos en una inmensa red de túneles y la estrategia montada por el general Kuribayashi que obligó a cada combatiente a matar al menos diez soldados americanos antes de su propia inmolación.

Las arenas negras de las costas de Iwo Jima, al cabo de 36 días de mortandad se tiñeron de rojo, de miedo; aún en sus túneles permanecen, bajo el sulfuro de su suelo, el recuerdo de 20.700 combatientes del Imperio del Sol Naciente, casi la totalidad de los hombres desplegados (22.000), muertos en este combate, abrazados en sus trincheras por el fuego de lanzallamas de los marines americanos. Alrededor de 6.500 fueron los muertos del ejército de USA. Fueron los combates más violentos de la crueldad de esta guerra.

Para la gloria del triunfador ha quedado el monumento al izamiento de la bandera en la cima del monte Suribachi y para la memoria del vencido ha quedado el horror de cuerpos calcinados, desmembrados.