Narcoterrorismo

Franklin Barriga López

Cuando en diciembre de 1993, las fuerzas del orden abatieron, en una terraza de Medellín, a Pablo Escobar Gaviria hubo suspiros de alivio. Con su fallecimiento desapareció la leyenda del delincuente invencible que aterrorizó a la sociedad colombiana y burló sistemáticamente a la justicia, valiéndose de sorprendentes métodos, como aquellos que le permitieron vivir socarronamente a su gusto y paciencia en la prisión de Envigado, transformada a su antojo en placentera residencia desde la que continuó ordenando delitos y de la que se fugó cuando quiso.

El presidente César Gaviria, en memorable discurso transmitido por radio y televisión, dijo palabras aleccionadoras para otras naciones: “Se ha dado un paso positivo en dirección correcta, las autoridades triunfaron. Aprendimos de nuestras equivocaciones. Se trata de un golpe crucial al narcotráfico que tanto dolor ha significado”.

He recordado esos hechos debido a que en nuestro territorio, considerado isla de paz en materia de narcoterrorismo, hace pocos días sucedió, por primera vez, algo grave y muy preocupante: la explosión de un coche bomba en el edificio del Comando Policial de San Lorenzo, que dejó decenas de heridos, destrucción material en ese destacamento y viviendas cercanas. El Gobierno ecuatoriano vinculó el hecho con el terrorismo y el crimen organizado.

Dos males considerados cánceres para la humanidad, el narcotráfico y el terrorismo, cuando se unen para perpetrar sus atrocidades aumentan el ámbito de acción y la fuerza destructora. Debido a que estos flagelos son de naturaleza transnacional, para enfrentarlos con la oportunidad que la situación demanda se vuelve imprescindible la recíproca ayuda entre países.

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