Nos dejaron un museo

Manuel Castro M.

Cada uno vive el presente. Hasta ahora, como dice Borges, que se sepa, nadie ha vivido en el pasado o en el porvenir. Lo que nos ha dejado la ‘década ganada’ en el presente son piezas de museo, o sea colecciones para comentarlas o colocarlas convenientemente.

Para empezar, el Palacio de Carondelet es un museo, pues mantiene las mismas y estáticas figuras, dizque para mantener un proyecto, o para cuidar el museo propio de Correa.

La Refinería del Pacífico es un museo que ha costado mil quinientos millones de dólares, por solo aplanar sus terrenos. Es para visitarlo y ver algo que se pensó que iba a existir. Ahora se trae inversionistas que, como todo museo, lo comentarán y enseguida se marcharán, pues ni siquiera hay crudo para más de diez años, como informan los especialistas. Igual se ha convertido la Refinería de Esmeraldas, donde cuesta más mantenerla y admirar el pasado de un bien público.

La Cancillería es un museo de gente joven con una ideología del siglo pasado, la cual se encuentra ya en los museos del mundo: el marxismo, de un Marx que vivió hace más de cien años o de un Bolívar que cumplió su misión libertadora hace casi dos siglos. Son simplemente momias espinosas, ni siquiera cocteleras.

La ‘Ciudad del conocimiento’, Yachay, es un museo de costo millonario, cuya misión ha sido despilfarrar millones de dólares en estudios ajenos al país, salvo unos sembríos de mellocos y habas light. Sus construcciones abandonadas deberán ser mantenidas así, porque en un museo no se toca ni se retoca los restos de nada.

Hasta la Constitución de Montecristi ha pasado a ser pieza de museo, dado que en su integridad no está vigente, pues ha sido enmendada y es otra la que rige: la de involución ciudadana, que es una curiosidad museográfica para exhibir su pieza mayor: la corrupción.

El museo socialista es inmenso, son costosas adquisiciones que no tienen utilidad como el edificio de Unasur, ni tal vez valor artístico como las aguadas plataformas institucionales. Y ahora hasta las ollas de inducción han pasado a los museos, pues todos las quieren guardar y volver a las de gas.

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