La constatación de Trump

Daniel Márquez Soares

Como si ya no bastara el obsceno nivel de desigualdad del mundo, esperamos además que los débiles adopten comportamientos absurdos. Con mitología empresarial y cursis discursos motivacionales se adoctrina a los menos favorecidos para que toleren la concentración de la riqueza y la desigualdad económica actuales en sus máximos históricos. Tanta cordialidad constituye una anomalía en la historia de nuestra especie, en la que lo normal ha sido que la desigualdad extrema conduzca a estallidos sociales niveladores.

Lo mismo sucede con los estados; se espera que los países débiles asuman que las colosales diferencias económicas y militares que los separan de las potencias son salvables, tolerables e inofensivas, en lugar de, tal y como siempre se ha hecho en la historia humana, dejarse llevar por la paranoia y despedazar la hegemonía a como dé lugar.

Curiosamente, esta caricatura de fraternidad y armonía planetaria también les impone ciertos guiones a los poderosos. Se espera que no les recuerden a los débiles lo insignificantes, miserables y impotentes que en realidad son. Los millonarios de hoy ya no esclavizan, asesinan ni atormentan a la plebe en una descarada exhibición primate de poder y virilidad, como lo hacían los poderosos de antes; se espera de ellos un comportamiento sofisticado, civilizado y afable. Entre estados, se espera que los países desarrollados sean considerados, pacientes y corteses con esos pares muchísimo más débiles, por más que pudiesen invadirlos, arrasarlos y anexarlos en un santiamén, como los imperios de antes.

El protocolo del mundo actual exige tratar a los impotentes e insignificantes como si importaran. Sin esa gentileza, las emociones entrarían en juego y toda esta obscena inequidad sería difícil de mantener. Así, el error de Donald Trump al insultar a países pobres no ha sido pensarlo, sino decirlo; su epíteto no es más que una constatación factual de la diferencia de poder existente en el mundo de hoy, curiosamente tolerada, de la que todo ciudadano de un país desarrollado es plenamente consciente.

Nuestros países dejarán de ser “mierderos” cuando sean prósperos; no dejan de serlo simplemente porque los líderes de los países ricos tengan la delicadeza de no recordárnoslo.

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