Árbol del bien

Franklin Barriga López

En busca de la prosperidad, los romanos ponían laureles en las puertas de sus viviendas y prendían hogueras al frente de las mismas. Los celtas se protegían de la nieve, que cubría los campos en el invierno, adornando con frutas y velas encendidas los árboles, a fin de reanimarlos y acelerar el retorno de la primavera.

Se buscaba la permanente protección de los espíritus del bosque (elfos) para que ayuden a la gente a conseguir bienestar y la amistad del rayo que infundía terror, sobre todo en las tormentas.

Estas costumbres no fueron erradicadas cuando se expandió el cristianismo, más bien se las complementó mediante formas asociadas que prescindieron, eso sí, de los sacrificios, para representar en un árbol, como sucedió en Alemania, con Bonifacio, el anhelo colectivo de felicidad y existencia eterna: perennes hojas verdes, cúpula mirando al cielo.

Todavía se discute en Europa cuáles ciudades fueron las primeras en erigir, en las iniciales décadas del siglo XVI, el primer árbol de Navidad que tuvo los antecedentes anotados. Lo cierto es que desde esas épocas se expandió por el mundo como representación de paz y ventura, en el marco que rememora el nacimiento de Cristo.

Se ha proyectado al presente con una imagen de bonanza, alentada por luces multicolores y adornos diversos, a cuyo pie se pone los regalos que son intercambiados en la noche del 24 de diciembre, acertadamente llamada Nochebuena, de significación incomparable por la emotividad hogareña que conlleva, tanto para los que gozan del calor familiar como para los marginados de la sociedad, a quienes jamás se debe olvidar.

Aflora el sentido de amor y solidaridad ante la presencia de este árbol que debe ser protegido por la conciencia universal, para que no lo talen quienes proclaman división, violencia, odio.

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