Poder y poderosos

Parece que en la política pululan tres clases de individuos: los líderes, es decir aquellos amigos del poder que siempre están diciendo lo que hay que pensar, lo que hay que decir, lo que hay que hacer; los segundones, es decir los que siempre aparecen en la foto, rodeando al líder, sonriendo porque saborean las mieles del poder; y, los terceros, nunca aparecen, están siempre escondidos y no quieren ser reconocidos.

Los primeros buscan desesperadamente el poder y por eso son mitómanos consumados. Mienten por cada poro de su piel, tienen una lengua larga que nunca se cansa ni se enferma, andan siempre estrechando manos y su sonrisa está garantizada por alguna clínica bucal. Cuando llegan al poder no necesitan ensuciar sus manos con bagatelas ni con limosnas. Ellos están por sobre el bien y el mal y, por eso, sus súbditos y los interesados contratistas deben hacer ejercicios mentales y financieros para satisfacer el hambre y la sed de los líderes y con ello alcanzar sus objetivos.

Los segundos, cuando los líderes llegan al poder, se sienten realizados. Ocupan sillones tras enormes escritorios de cajones vacíos. Ellos sufren el síndrome del capataz: omnipotentes, groseros y altaneros con sus subalternos y sumisos y cobardes con el líder. Pero, claro, como no iban a ser sumisos, si a más de su jugoso sueldito tienen acceso a discutir los contratos, a decidir por su cuenta, cuando no se opone el líder, a quien entregan contratos, con quien comen, y hasta con quien se acuestan.

Los terceros son los más peligrosos. Son las alimañas del poder. Se mueven como culebras hasta llegar a quien deben llegar y allí se transforman en sirenas que cantan bellamente las palabras que los líderes quieren oír. Saben redactar los contratos, los acuerdos y hasta las leyes que las hacen firmar a quienes convenga a sus intereses. Son los verdaderos poderosos porque manejan los hilos secretos de los palacios sin temor.

Normalmente son gente culta, que ha leído, que ha estudiado, que ha aprendido a vivir a la sombra sin contaminarse. Ellos están siempre ahí y nadie los puede ver. Cuando alguien los reconoce, ellos pudorosamente esconden su pecado anunciando a los cuatro vientos que apenas si son recaderos o amigos o cualquier otro título y nada más. Pero nadie debe dejarse envolver por sus palabras: en política las palabras engañan, las risas provienen de los dentistas, los papeles pertenecen a la burocracia; pero, las obras son las que verdaderamente definen a los que, bajo las luces o en las sombras, comprenden el precio y el valor de cada mentira, de cada palabra, de cada oferta, de cada conversación, de cada jugada, de cada satrapía.