Un muerto y tres versiones

Leyenda. ‘El muerto del candelerazo’.
Leyenda. ‘El muerto del candelerazo’.

Susana Freire García

Una de mis leyendas preferidas es ‘El muerto del candelerazo’, no solo por la trama -interesante por el subtexto que encierra-, sino porque siendo niña me animé a interpretarla, obteniendo con mi “soberbia” actuación, el único primer lugar que he alcanzado en mi vida.

Esta experiencia infantil me ubica nuevamente en el punto de partida, ya no con la inocencia, sino con la perspicacia propia del trabajo investigativo, que me lleva a comparar tres versiones de la misma leyenda, con el fin de analizar cómo estos relatos se van alimentando de variados elementos, según el contexto histórico en el que se narran.

Algo de cierto debe tener el hecho de que una persona, a la que todos daban por muerta, recobrase repentinamente la vida, pues antiguamente la medicina no contaba con los avances actuales, y hoy sabemos que existen casos de catalepsia, donde una persona puede estar sin signos vitales hasta por tres días. O quizás también alguien pudo aparentemente morir de lo que en tiempos pasados se denominaba ‘aplanchamiento de corazón’ (paro cardiaco o circulatorio), y tiempo después volver en sí. Posiblemente algunos de estos hechos dieron origen a esta leyenda quiteña, que hoy como ayer sigue inquietando a todos.

Versión:
Guillermo Noboa

° El autor del libro ‘Tradiciones quiteñas publicado’ (1963) creó una versión: ‘El muerto del candelerazo’, sin duda, la más conocida. Los hechos se desarrollaron en la iglesia de San Agustín, donde se velaba el cadáver de un militar muerto a causa de una epidemia. A la medianoche, los sacristanes Pedro Illescas y Toribio Fonseca fueron los únicos que se quedaron en la iglesia. Presos del hambre y del sueño, Pedro convenció a su compañero para que fuese a la casa de doña Petrona y comprase ‘dos quintos dobles’ (pan con queso y raspadura, y maní tostado). Pedro sentó en una silla cerca del catafalco al muerto, mientras se vestía con la ropa militar y se metió en el ataúd. Toribio regresó y escuchó que alguien con voz tremebunda le preguntó: ¿a dónde fuiste Toribio? Lo que dio lugar a que él se llene de temor. El muerto recobró repentinamente la vida, y con furia tomó uno de los candelabros de bronce para matar a los sacristanes, que huían despavoridos. El militar lanzó con fuerza el candelabro, que se estrella en el suelo empedrado de la puerta principal. Ante el escándalo, los vecinos ingresaron a la iglesia, pero hallaron todo en orden, excepto al candelero roto al ingreso. Noboa añade que, si bien la huella ha de-saparecido, todavía se la puede hallar si se la busca con prolijidad.

Versión: Carlos R. Tobar
° El escritor quiteño Carlos R. Tobar (1853-1920), autor de ‘Relación de un veterano de la independencia’, escribió una versión de esta leyenda: ‘Un muerto que casi mata a un vivo’. La historia, ubicada en 1606, tiene por actores a los sacerdotes agustinos. Uno de los miembros de esta congregación entregó “su alma a Dios” una tarde de aquel año, y su cuerpo fue velado en la iglesia de San Agustín, con la compañía de los coristas fray Antón y fray Gaspar, mismos que tras varias horas de velar al difunto empezaron a sentir hambre. Gaspar convenció a Antón para que fuese a comprar un poco de comida. Aprovechando la ausencia de su compañero, tomó el lugar del difunto. Cuando su compañero retornó, se abalanzó sobre él prodigándole un susto mortal, pero lo peor estaba por venir: el verdadero muerto recobró la vida, y con un candelero en mano arremetió en contra del bromista fray Gaspar. Lo que vino después solo lo conocieron los actores. A la mañana siguiente, los sacerdotes encontraron a tres cuerpos en el piso (dos coristas sobrevivieron). Tobar, de modo suspicaz, dio a entender el corista que tendió la broma a su amigo fue el famoso fray Gaspar de Villarroel.

Versión: Luis Napoleón Dillon
° El economista y político quiteño (1875- 1929) escribió una versión bajo el título ‘El Candelero’, tomando como referencia el testimonio de una anciana, quien a su vez la escuchó de boca del sacristán de la iglesia de San Francisco, lugar en el que ocurrieron los hechos. El cadáver de un estudiante del colegio San Fernando era velado en el templo y dos alumnos cuidaban el féretro. El uno se llamaba Pedro Cedeño, truhan y burlón; y el otro Juan Álvarez, fervoroso y recatado. A la medianoche, Pedro le pidió a Juan que fuese a comprar comida. El bromista cogió el cadáver y le colocó en el confesionario, para luego tomar su lugar en el ataúd. A los pocos minutos, Pedro empezó a escuchar pasos y gemidos, mientras un olor fétido inundaba el ambiente. Él observó cómo el difunto recobró la vida y se dirigía hacia él. Con furia le agarró del cuello, pero Pedro logró escapar, mientras el difunto lo perseguía con candelero en mano, mismo que arrojó con fuerza brutal contra una de las puertas de la iglesia. Cuando Juan retornó, fue testigo de una escena, y al instante pidió auxilio a los sacerdotes franciscanos, quienes se dispusieron a practicar un exorcismo. Lo curioso: el muerto estaba “bien muerto” y Pedro estaba tendido junto a la puerta, donde se veía la huella del candelero.