Henry Romero

POR: Luis Fernando Revelo

“Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”, afirma el verso de Jorge Manrique, en las coplas por la muerte de su padre. La primera parte del verso resume el diario trajinar de la existencia que va dejando en cada rincón del alma la huella indeleble del amor, del servicio, del honor y del denodado trabajo. Esa fue la tónica y la norma de vida del entrañable amigo Henry Romero Cisneros. Perteneció a la gens cayambeña, ingeniero mecánico de profesión, graduado en la Politécnica Nacional. Se abrió campo en la vida con sus Talleres Romero y su maquinaria agrícola, que le permitía desplazarse por diferentes latitudes para ofrecer el fruto de su trabajo.

Siempre le llamó la atención la calidad de vida que podía ofrecer a la gente a través de los productos lácteos. De ahí sus emprendimientos, sus cursos de capacitación, su fábrica de quesos, que junto a su amada esposa, Doña Amparito Rengifo, supo administrar con derroche de eficaz trabajo en Bolívar (Carchi), donde se radicó definitivamente para establecer su plaza fuerte en el Paradero Los Sauces. Allí tuve la oportunidad de conocerle, amaba entrañablemente a Ibarra. Era de estatura procera, lector infatigable, admirable conversador, cordial y sencillo en el trato, abierto y generoso en la amistad. Siempre platicaba sobre las bondades nutricionales y medicinales de su “yogur”, que lo fabricaba con sus propias manos. De ahí su textura y sabor tan distintivo.

Tras una penosa enfermedad, habiendo cumplido sus 74 años, hace un mes rindió tributo a la existencia. Duele la tristeza de la eterna despedida, cuando ayer nomás compartíamos en sosegada charla sus proyectos y publicaciones que tenía en mente. Sus cenizas serán esparcidas en los sitios donde se sumergía en la contemplación.