No el comunismo, los Romanov

Daniel Marquez Soares

Es ridículo traer a colación el natalicio de alguien para terminar hablando de su muerte. Por eso, no es oportuno recordar el fracaso final del comunismo ahora que se cumplen 100 años de la Revolución de Octubre. Si uno sufre de una obsesión incorregible por las derrotas y los derrotados, lo idóneo en estos días no es recordar el desenlace de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, sino sobre el de los Romanov y la nobleza rusa.

Los detalles de las vejaciones a las que fueron sometidos los miembros de la familia real rusa durante su cautiverio y de su asesinato constituyen un desagradable recordatorio de lo que puede llegar a significar una verdadera revolución para una clase rectora indolente, incompetente y autocomplaciente. Los revolucionarios de antes, al igual que algunos novedosos economistas de hoy, comprendían de que el cambio radical entraña la desaparición física de los miembros del antiguo orden y la confiscación de su patrimonio. La mayoría de los nobles franceses y rusos, así como la de los oligarcas cubanos o iraníes, lo saben bien.

En un contexto de extrema desigualdad y de profunda sensación de injusticia, la democracia parece ser, en momentos de convulsión, la única garantía de integridad física para los destronados. Si partimos de que sería una ingenuidad creer que la naturaleza y la mentalidad humana han mutado en apenas un par de siglos, ¿de qué otra manera se puede explicar la ausencia de violencia generalizada, de la consabida furia revolucionaria, en los procesos políticos radicales, encabezados por líderes carismáticos y rabiosos, que tantos países en vías de desarrollo, entre ellos Ecuador, han vivido recientemente?

La democracia mantiene viva la creencia, por muy ilusoria que sea, de que queda una vía pacífica, la electoral, para remediar las cosas. Bajo ella, a diferencia de lo que sucede bajo una monarquía, el poder político rota y no existe una única cara perenne, visible y odiada del orden vigente. Puede que sirva para que la masa ignorante corone líderes indignos, pero también permite que los arrogantes vencidos no terminen como los Romanov.

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