Pregunta sobre la corrupción: 'No a la muerte civil'

ANÁLISIS. Daniel Márquez, docente universitario.
ANÁLISIS. Daniel Márquez, docente universitario.

CONSULTA POPULAR

PREGUNTA 1

¿Está usted de acuerdo con que se enmiende la Constitución, para que sancione a toda persona condenada por actos de corrupción con su inhabilidad para participar en la vida política del país y con la perdida de sus bienes?

PUNTO DE VISTA

Daniel Márquez Soares, docente universitario

Proponer la muerte civil para quienes sean hallados culpables de corrupción en Ecuador es una irresponsabilidad. Se trata de una propuesta injusta, en la teoría, y, en la práctica, peligrosísima. Es injusta porque, por definición, nuestro sistema penal parte de la creencia fundamental de que alguien puede rehabilitarse y se redime luego de haber pagado su pena.

Por ello, entre otras cosas, no tenemos cadena perpetua ni pena de muerte. Es decir, si alguien roba, hiere, mata o atenta de cualquier otra forma a la integridad de otra persona, juzgamos que debe pagar una pena y rehabilitarse; no obstante, ahora creemos que si roba y atenta contra la integridad del Estado, ¡debe ser castigada de por vida! Esto es una incoherencia, un despropósito, una aberración que refleja el nivel de alienación al que hemos llegado como sociedad, cuando nos parece más importante defender con medidas extremas la integridad y propiedad del Estado que la de los ciudadanos. ¿En qué momento nos lavaron tanto el cerebro como para que defendamos al Estado con la misma ira frenética con la que los fanáticos del pasado defendían sus religiones o ideologías irracionales? ¿No es acaso eso una negación obscena de los principios de una república y de una democracia?

Es peligrosa porque el combate a la corrupción en Ecuador no es una herramienta de mejoramiento moral de la sociedad, sino una herramienta política; es decir, un arma más en el arsenal de la lucha por alcanzar el poder y mantenerlo. La corrupción en Ecuador, entendida como robarle al Estado, suele quedar en la impunidad. Los motivos principales para esto, hoy en día, suelen ser que la corrupción es un problema técnico muy complicado y que las autoridades competentes carecen de los recursos humanos, financieros y técnicos para llevar a cabo su trabajo. Lo anterior, sumado a lo extendido y tolerado que es el robo al Estado en nuestra sociedad, ha hecho que la corrupción solo sea perseguida cuando hay un interés político (alcanzar o mantener el poder) detrás de dicha persecución.

Cuando un grupo de poder tiene interés en desplazar a un rival, y puede echar mano de una acusación de corrupción para ello, entonces sí existe un esfuerzo sostenido contra el supuesto corrupto: se ponen recursos a disposición, se genera presión mediática y se atiza a la opinión pública hasta que, finalmente, sale una sentencia, siempre conveniente para el grupo que inició la acción.

Pensemos, honestamente, cuántos hombres nocivos se han apoderado de la justicia en la historia del país, cuántos hombres probos han sido condenados o exiliados por acusaciones y sentencias injustas impulsadas por caudillos, cuántos casos de flagrante corrupción permanecen impunes porque es políticamente poco conveniente perseguirlos. ¿De verdad queremos meter una nueva regla del juego, la muerte civil, en un juego que se ha venido jugando de esa manera? ¿Qué nos hace creer que el país cambiará tan rápido y que esta nueva herramienta no será simplemente una herramienta más al servicio de los inescrupulosos que vendrán?

Esta propuesta tiene las de ganar porque nadie quiere hacer campaña contra ella; a la larga, nadie quiere parecer simpatizante y defensor de corruptos. Al mismo tiempo, esta nos ofrece el prometedor espejismo de que, finalmente, nos libraremos de todos los corruptos. No obstante, tenemos que pensar en qué pasará cuando esa ley caiga, tarde o temprano, en manos de un líder pernicioso, que la use para hostigar a gente honesta; o en cuánta gente valiosa dejará de entrar, como sucede ya desde hace mucho tiempo, en política o en el sector público para no exponerse a estas condenas cada vez más caprichosas y desproporcionadas. ¿Qué haremos entonces? ¿Otra reforma? ¿Otra consulta? ¿Y la tan cacareada estabilidad jurídica? ¿Es que acaso no hemos aprendido nada luego de haber pasado esta última década queriendo cambiar el mundo por decreto, aprobando leyes absurdas, inaplicables y mal hechas una atrás de otra?

Un gobierno opta por excluir gente del sistema democrático cuando ya no tiene argumentos. Cuando siente que no tiene forma de vencerlos racionalmente, exilia a quienes considera una amenaza; curiosamente, los proscritos suelen ser aquellos que le recuerdan los demonios, los errores, de su propia sociedad (como los nazis en Alemania, los islamitas en la antigua Turquía democrática o los terroristas separatistas europeos) . Así, algunas sociedades “democráticas” apartan a aquellos grupos extremistas que siente que pueden despertar simpatía entre el grueso de los votantes y a los que siente que no puede hacer entrar en razón.

Las dictaduras siempre han echado mano de la suspensión de los derechos civiles y del exilio forzoso para deshacerse de opositores incómodos que sienten que representan una amenaza al régimen. De aprobar esto, los ecuatorianos estaríamos aceptando que no podemos vencer a los supuestos corruptos y que necesitamos excluirlos del sistema: ya sea porque son demasiados, porque son mejores que nosotros y por lo tanto no podemos vencerlos, o porque la mayoría de la población es corrupta y simpatiza con ellos, caso en el que quizás deberíamos replantearnos seriamente nuestra democracia y nuestro sistema, en tanto no obedecen a nuestra realidad.

Estaríamos cometiendo el mismo irónico error de los grupos revolucionarios de izquierda del siglo pasado, quienes, por intentar mejorar, por vías antidemocráticas, una democracia imperfecta, precipitaron el ascenso de dictaduras que sepultaron definitivamente la democracia. Por ello, lo correcto es oponerse a esta reforma, porque como sociedad no podemos adoptar la vía fácil y cobarde de la prohibición, la de aceptar la derrota ante los corruptos y renegar de la democracia.

Personalmente, no consigo odiar de forma irracional y apasionada a quienes le roban al Estado. No creo que el Estado representa a los ciudadanos ni que les pertenece así que, cuando alguien lo saquea, solo pienso en aquello de “ladrón que roba a ladrón…”. A quienes sí odio, y a quienes considero los verdaderos ladrones, es a esos “expertos” que se aprovechan de su poder para crear Estado e “instituciones”, que los ciudadanos se ven obligados a financiar y de las que es estos “expertos”, sus virtuales dueños, luego lucran, como administradores, consultores o especialistas en ella; es una forma astuta y cobarde, sin riesgo, de robar legalmente, cuyos frutos mal habidos están protegidos por leyes creadas por esos mismos “expertos”. Técnicamente, este tipo de sujetos no son “corruptos”, pero son el peor cáncer de una sociedad y quienes, qué coincidencia, suelen ser los principales promotores y beneficiarios de consultas como ésta.