Era en octubre

Andrés Pachano

Antes era en octubre, en sus primeros días y… ¡ellos eran mágicos!

Todo lo que encerraban, lo que arrastraban, tenía esa aureola de lo desconocido que convocaba a la curiosidad, que atraía y cautivaba. ¡Es que éramos niños!

Madrugaba ese mes y las ilusiones también; íbamos entonces a clases con impecable uniforme, pantalón bien planchado, con los pies apretujados estrenando zapatos y en el bolsillo pañuelos flamantes con nuestras iniciales cifradas por mamá en la orilla de una bien planchada tela. Era uno de los días que íbamos a la escuela sin carril y con las manos en los bolsillos.

El patio de la escuela nos parecía inmenso, cuando era tan solo un recoveco estrecho que acunando el bullicio infantil lo multiplicaba y que ensordecía. Al repique de la campana le seguía un nervioso silencio y la formación inicial por grados y en orden de estatura: los chiquitos adelante. El discurso del director -que nadie prestaba atención- antecedía al desfile de los grados a la respectiva clase, entonces la magia crecía: el reencuentro con los amigos, el conocer a los nuevos y la nerviosa incertidumbre por saber que profesor nos toca.

La lista de útiles llevaba a otra dimensión las expectativas y los sueños: nos parecía tan grande, desconocida. El compás, el graduador: ¿qué suerte de artilugios son esos?, quizá nos habremos preguntado. Como alguna vez quizá lo hicimos cuando nos pidieron una pizarra de mano y sus lápices y la obligación de hacerla grabar rayas de una fila por un lado. El juego de papel brillante y el gomero eran cosa de otro mundo, ¿qué suerte de alquimia descubriremos con ellos? debemos habernos inquirido. Y el cuaderno de escritura inglesa, el tintero, el canutero y las plumas que comprábamos en la Editorial Minerva del señor Garcés. La tabla de multiplicar era misterio, puro misterio; como lo era el libro de Historia Sagrada.

Los cuadernos de veinte hojas: de cuadros, de dos líneas y de cuatro líneas, los comprábamos donde el señor Baus o donde el señor Barrera. A todos los forrábamos con meticulosa pasión con el papel de empaque del color que nos permitían escoger y con engrudo pegábamos sus membretes.

¡Era la cálida magia de octubre!