Horror en el Sexto C

víctima. La niña del arete en la oreja derecha posa para Diario La Hora.
víctima. La niña del arete en la oreja derecha posa para Diario La Hora.

POR: Alexis Serrano Carmona
FOTOS: Gustavo Guamán

«Siempre que lo veía me imaginaba su pandilla. Me imaginaba cómo morirían mi mami o mi papi si yo llegaba a hablar. Me imaginaba cosas feas. Antes yo era muy apegada a mi mami, como hermanas; pero en ese entonces me alejé. Ella me preguntaba qué me pasaba y tenía la tentación de contarle todo, pero nuevamente me lo imaginaba a él haciéndole daño. Las amenazas nos las guardó aquí (señala con furia su cabeza) y cuando queríamos hablar era como que se activaban. ¡La voz de él estaba siempre aquí! (vuelve a señalar la cabeza)”.

***

Las paredes del aula eran azules. Ellos la veían como un sitio enorme pero es pequeñita, no más de 20 metros cuadrados. El profesor vestía siempre pantalón negro y camisas de colores. La que más recuerdan era rosada. No saben de qué les estaba hablando, pero uno de los niños había pasado al frente y el profesor Negrete le dio un empujón tan fuerte que lo estampó contra el pizarrón. “Esta es la forma en la que me gusta trabajar”, dijo. “Así me enseñaron a mí”. Y ese fue el día en que todo empezó.

Durante un año entero estos 41 niños fueron las víctimas de un sueño maldito. El profesor Negrete los golpeó con sus manos, a patadas, con palos de escoba, con cables; hizo que se pisaran unos a otros en el suelo, que se pegaran en ‘fila india’, que se pelearan hombres contra mujeres. Eran niños de entre 9 y 10 años y les obligó a ver pornografía, a desnudarse, a besarse, a besarlo, a tocarse, a tocarlo, los tocó, los violó.

Todo lo hizo en esa pequeña aula de la academia Pedro Traversari, en el sur de Quito. Un aula pegada a muchas otras aulas iguales y que daba directamente a un pasillo abierto y resguardado por inspectores de uniformes militares. Lo hizo escondido tras unas cortinas que los propios padres compraron y algunos cartelones que le ayudaban a cubrir los ventanales. Lo hizo, aparentemente, sin que nadie se diera cuenta.

Pero el diablo no siempre se presenta con cuernos y tridente al primer encuentro. Esta historia comienza realmente un mes antes del empujón contra el pizarrón, en septiembre del 2010, cuando José Luis Negrete Arias llegó al Sexto C como reemplazo de una profesora que se fue a trabajar en una escuela fiscal. Al principio lo veían como un tipo “buena gente”. Conversón, sonriente, preocupado por sus alumnos, se ganó la confianza de todos.

Les mandó un deber: pidió que escribieran su autobiografía y que le contaran quiénes conformaban su familia, con quiénes eran más cercanos, dónde trabajaban sus padres, dónde estudiaban sus hermanos, qué sentirían si algo les pasara.

Luego, imprimió unas hojas falsas con el logotipo del colegio y se dio a la tarea de visitar las casas de estos niños para pedirles a sus padres más información: situación financiera, laboral, familiar, si tenían alguna enfermedad, si estaban esperando un bebé. Ellos respondían todo.

Ese día, después del empujón y ante los rostros de pánico, a los 41 niños Negrete les dijo algo así: “Conozco sus casas, sé dónde trabajan sus padres, dónde estudian sus hermanos, sé todo sobre ustedes”. Les dijo que pertenecía una pandilla y que si alguno contaba lo que a partir de ese momento les iba a hacer, a él le tomaría un minuto llamar a sus amigos pandilleros para que mataran a sus familias y quemaran sus casas. Entonces les cambió la vida.

***

DOLOR. La niña del lunar y su madre tomándose las manos en la habitación de la pequeña.
DOLOR. La niña del lunar y su madre tomándose las manos en la habitación de la pequeña.

Sus nombres realmente no importan. Ambas son delgaditas, tienen una hermosa tez morena y el cabello lacio, negro, muy largo. Podrían ser primas o hermanas, pero no lo son. Diré, para diferenciarlas, que una tiene 16 años y un lunar junto a la nariz, y la otra tiene 15 y un arete en la cima de la oreja derecha. Me reciben en la casa de la niña del lunar y, aunque están ansiosas por hablar, hay un silencio al principio. En la computadora portátil suena ‘De música ligera’: “Ella durmió/al calor de las masas/Y yo desperté/queriendo soñarla”. Ambas tenían nueve años cuando el profesor Negrete las violó.

Tienen la mirada pícara de los adolescentes, voz dulce, ropa deportiva. A veces, cuando recuerdan, miran fijamente a la ventana. Tal vez sueltan una leve sonrisa, tal vez una lágrima.

A la del arete el profesor Negrete la eligió como su ‘mano derecha’. Llamó a cinco niñas al frente y las sometió a una de sus rutinas macabras. Hizo que un compañero se parara sobre sus manos, les barrió la cara con una escoba sucia, hizo que todos les pegaran. Una por una, las niñas iban rompiendo en llanto, diciendo que no aguantaban más. Él les decía que no le servían. Quedaron solo dos: a la una la nombró ‘mano izquierda’ y a ella ‘mano derecha’.

Debía cuidar la disciplina cuando él se iba, contarle si alguien hacía bulla, buscar a las niñas cuando se escondían para que él no las tocara, ir a comprar café, llevar los mensajes de amor que Negrete mandaba a otras profesoras. Al principio, ella creía que tendría algún privilegio, que tal vez no le golpearía tanto, pero no. El único ‘privilegio’ era que le contaba más cosas que a los demás. Por ejemplo, que tenía drogas en su maleta.

“Al inicio de clases, me sabía llamar y me enumeraba lo que íbamos a hacer. Decía: ‘Dos horas de golpes, dos horas de clases, otras dos horas de golpes. O de películas’. Cosas así. Él tenía planeado el día. Entonces, yo sabía lo que venía pero no le podía contar a nadie”.

La otra niña, la del lunar junto a la nariz, era la ‘novia’ del profesor. Tenía 9 años, él 23. Un día la llamó junto a su escritorio, hizo que dos compañeras los taparan con un cartel y la besó en la boca. Se sintió incómoda. “Yo era como su títere”, me dice. Entonces, Negrete les mandó a las dos niñas que sostenían el cartel a que fueran a besar a dos niños como él había besado a su ‘novia’; que por eso les pondría un 20.

“Era como una diversión para él el dolor. Yo me sentía súper rara, nerviosa. Acepté ser su novia porque pensé que con eso no me iba a pasar nada”.

Pero no fue así, la trataba igual que a los demás.

De la computadora vuelan una tras otra las canciones, como mariposas que van rondándonos mientras hablamos. ‘Cuando pase el temblor’, ‘Persiana americana’, ‘Tren al sur’. La sala de la casa es amplia, los sillones grandes, amarillos. Por ahí están regados una mochila, peluches, cuadernos, esferos. La una me dice que hay detalles que comienza a olvidar, la otra que no, que lo recuerda todo, que se obligó a recordar.

Cuando Negrete decía ‘dos horas de golpes’ significaba que, sin ninguna razón, comenzaría a llenar sus cuerpos de moretones. La lista incluía pisotones, patadas en las costillas, puñetazos en los brazos y las piernas.

Una de las cosas que más les lastimaban eran las peleas. “A los hombres les advertía que si no nos pegaban de verdad él se iba contra ellos”, me dice la niña del arete. “Entonces mis compañeros nos pegaban de verdad. Aunque siempre les ordenaba que no nos dieran en la cara, porque, como sea, los moretones del cuerpo se podían cubrir con la ropa, los de la cara no”.

A veces ella se rebelaba y eso le remuerde la conciencia.

“Le decía que por qué nos pegaba, que no tenía derecho. Entonces, por culpa mía nos pegaba a todos, se enojaba; decía: ‘fila india para las mujeres’. Y ahora me siento mal. Creo que no me debía rebelar”.

Cuando Negrete decía ‘dos horas de películas’ significaba, en cambio, que pondría la pornografía y que los sometería a todo tipo de actos sexuales con el pretexto de enseñarles Ciencias Naturales. Obligar a una niña a que se desnudara, acostarla sobre su escritorio y rayar con marcador sus partes íntimas es lo más ‘suave’ que consta en el expediente del juicio, un texto devastador que, aunque mal escrito, parece extraído de un cuento de terror. Primero eran cinco niñas, luego otras cinco. Hasta que fueron todas.

¡Durante un año! Esa fue la rutina durante un año. La noche en que conozco a estas dos niñas hace frío, llovió. Llego con muchas preguntas, pero al final me doy cuenta de que todas llevan a una sola: ¿Cómo carajo fue que nadie se dio cuenta de lo que pasaba?

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«Siempre nos vigilaba»

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A estos niños no les faltaron ni ganas ni oportunidades de contarlo todo. El miedo. Esa fue siempre la razón para el silencio. “Yo tenía miedo hasta de las personas con su aspecto”, me dice la niña del lunar. “Él conocía mi casa, eso era lo que más me repetía”.

Nada es gratis. Pronto las pequeñas comenzaron a cambiar. Entre lágrimas, la mamá de la niña del arete me contará después que se alejó de ella, que creían que era por la enfermedad de su padre, que eso les decía. La mamá de la niña del lunar notó que su hija se volvió muy ‘enojona’.

Hubo señales. Ambas comenzaron a decir que ya no querían ir a la escuela, pero cuando les preguntaban por qué, daban razones como estas: ‘me aprietan las botas’, ‘hace mucho frío’, ‘me lastima la bincha’. Se escondían al bañarse, no permitían que nadie las viera. Desnudas se les notaba los moretones por todo el cuerpo.

A veces le regañaban por su mal carácter. Entonces, la niña del lunar se encerraba en su cuarto, se quitaba la ropa, se paraba frente al espejo, veía los moretones y se decía a sí misma: “¡Si supieran lo que me está pasando!”.
Incluso las dos madres fueron a preguntarle al propio profesor Negrete qué les pasaba a sus hijas. Él les dijo, campante, que era normal, que debía ser la ‘edad del burro’ o que estarían enamoradas.

Mientras hablo con las niñas, sus madres y una tía esperan afuera, en un corredor. Junto al comedor está el cuarto de la niña del lunar. Paredes verdes, una tele, muchos peluches, uno rojo en forma de corazón. Sobre la cama está botada una libreta de calificaciones. “Con ella nunca tuvimos que preocuparnos por una mala nota”, me dirá luego su tía.

¿Cómo? ¿Cómo nadie se dio cuenta de lo que pasaba? El profesor Negrete convenció a los padres de que necesitaba cortinas en el aula porque en Ciencias Naturales proyectaba videos y el sol molestaba. Ellos compraron una cortinas algo transparentes, pero él colocó sobre ellas los carteles que supuestamente usaba para dictar clases. Siempre dejaba a uno de los niños parado tras la puerta, vigilando que ninguno de los inspectores se acercara.

Él era su profesor en todas las materias, menos Inglés, Computación, Educación Física e Instrucción Militar. ¿Nunca tuvieron la tentación de contarles todo a sus otros profesores? Sí, pero cuando venía la de Inglés, Negrete nunca se iba, se quedaba durante toda la clase. Y cuando les tocaba Computación, estaba ahí, en el laboratorio. Y durante Educación Física o Instrucción Militar, se paraba en el corredor del tercer piso, se arrimaba contra la baranda y miraba fijamente hacia el patio. Nunca dejaba de mirarlos.

Hace poco, alguna de las víctimas declaró ante la prensa que ellos sentían que esa aula era como una cárcel chiquita, que pensaban que nunca podrían salir. Y las dos niñas con las que hablo están de acuerdo. Que eso era. Una cárcel.

A veces, algunos de los niños se reunían y hacían un círculo en el patio durante el recreo. Planeaban formas de escapar.

“Nunca nos dejaron participar porque creían que le íbamos a contar al profesor. Nunca supimos qué planeaban”.

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ACTO. Funcionarias de la Defensoría del Pueblo consuelan a las madres de dos víctimas durante el acto de disculpas.
ACTO. Funcionarias de la Defensoría del Pueblo consuelan a las madres de dos víctimas durante el acto de disculpas.

“Él arruinó nuestra niñez. Nosotros no jugábamos como los otros niños, teníamos miedo. Miedo de salir, de conocer personas. Yo no me acuerdo que hayamos pensado, como los otros niños, qué queríamos ser de grandes. No podíamos pensar en eso”.

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La Fiscalía de Pichincha es un sitio lúgubre, oscuro, la materialización de la burocracia: ascensores antiguos, oficinas atiborradas en cada piso, escritorios por todos lados. Esta es una oficina con tres escritorios, varios anaqueles y un baño pequeñito. En la pared, un cartel: “Los delitos sexuales son infracciones que se denuncian muy pocas veces… Violación, rapto, acoso sexual, atentado contra el pudor. ¡Denuncie!”. Mientras espero, una joven, unos 30 años, hace preguntas sobre unos exámenes sicológicos que le debe hacer a su hija, dice que ya no aguanta, que está cansada.

En el rincón trabaja la fiscal Mayra Soria. Pequeñita, bonachona, muy amable. Fue la encargada de la investigación en el caso ‘Aampetra’, conocido así por las siglas de Academia Aeronáutica Mayor Pedro Traversari.

Unos días antes, el colegio había develado en un acto público, como mandaba la sentencia, una placa dentro de la pequeña aula donde todo pasó. “En memoria de las víctimas de abuso infantil en el sistema educativo”. Mientras se hacía ese acto, en el patio hubo unos 400 padres que apoyaban al colegio, al rector y, entre otras cosas, gritaron: “Aquí no pasó nada”.

A la doctora Soria le pregunté qué pruebas tuvo de que, en efecto, todo ocurrió dentro de esa aula. Me explicó que hubo peritos sicológicos y sociológicos que confirmaron que los testimonios de los niños, ofrecidos por separado, eran reales. “Fueron testimonios unívocos, concordantes. Los niños fueron agredidos en el aula”.

En el allanamiento a la casa del profesor Negrete encontraron los CDs repletos de pornografía y con portadas falsas de temas educativos.

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ESCENAS. A la izquierda, las dos pequeñas se dan un abrazo ante la cámara. A la derecha, la niña del lunar descansa en su cama.
ESCENAS. A la izquierda, las dos pequeñas se dan un abrazo ante la cámara. A la derecha, la niña del lunar descansa en su cama.

“No he dejado el tema de lado nunca. Me obligaba a recordar. Sabía que en cualquier momento lo iban a capturar y quería acordarme de todo para poderlo contar. Cada día me acordaba qué nos hacía, cómo nos engañó”.

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Acabó el año escolar y la niña del lunar pensó que el sufrimiento también había terminado, se consideraba una sobreviviente. “El último día de clases salí del aula y me sentí súper bien, fue como una liberación”.

Pero tras las vacaciones se topó con una de las peores noticias: no solo que Negrete volvería a ser su profesor en el Séptimo C, sino que habían sido los propios padres quienes hicieron el pedido.

Frente a mí, la niña del arete le hace una confesión: días antes de que terminara el año, seis o siete compañeros se habían reunido y habían decidido que no permitirían que otros niños pasaran por lo mismo. Pidieron a sus padres que hicieran todas las gestiones para que Negrete siguiera siendo sus profesor. “A la final faltaba solo un año de primaria y nosotros ya estábamos acostumbrados”.

Y así fue.

Transcurrieron dos meses del nuevo año escolar; un año calendario de sufrimiento. Un día, la familia de la niña del lunar se fue a la piscina y ella supo que tenía problemas. ¿Cómo iba a esconder esta vez los moretones?
Se metió al agua con una camiseta, se quedó sentada en la piscina de niños, se mantuvo calladita. De nada sirvió. Uno de sus tíos vio los moretones. La niña dijo que todo fue por jugar fútbol, como tantas veces había dicho antes. Pero esta vez no le creyeron. – “¿Qué te pasó?”. Y ese día decidió hablar. Contó todo sobre los golpes, pero nada de la agresión sexual. No fue capaz.

Al día siguiente la familia fue a hablar con el rector del colegio, Luis Naranjo, pero Negrete se encargó de amedrentar al grado. Les recordó lo de su pandilla. Los 40 niños restantes lo negaron todo, defendieron al profesor. Se habló incluso de una ‘cuestión de faldas’ y ahí acabó todo.

Vinieron los peores días para los que quedaron. Hubo más golpes, más películas, más amenazas. “Me arrepiento de no haberle apoyado desde el principio. Era la oportunidad de no sufrir más”, me dice la niña del arete y la del lunar sonríe y la mira como diciendo ‘ya no importa’.

Pasaron dos semanas hasta que una segunda niña habló. Había ido el fin de semana a un paseo familiar y el domingo, a las 10 de la noche, lloró y dijo que no quería volver a la escuela. No solo contó los golpes, contó todo. Sus padres fueron a hablar otra vez con el rector. Él ofreció una investigación. “Dejen esto en mis manos”, les pidió. Pero al salir del colegio, la niña les dijo a sus padres que no se quería salvar sola, que sus compañeros estaban sufriendo igual. Era el lunes 17 de octubre del 2011.

Hablaron con la tesorera de los padres del Séptimo C, planearon una reunión para esa tarde y para hacer la convocatoria dividieron la lista con los números telefónicos en dos. La una parte se la quedó la tesorera y la otra se la dieron a la presidenta del grado. A la reunión de la tarde solo llegaron los padres que estaban en la mitad de la tesorera.

Hasta ese momento lo había negado todo. Pero justo antes de entrar a la casa donde se daba la reunión, la niña del arete le preguntó a su mamá: “Mami, ¿me vas a creer todo lo que diga? ¿Por más feo que sea?”. Apenas cruzaron la puerta la imagen fue desgarradora. Los niños habían contado todo y lloraban desconsolados. Los padres habían escuchado todo y también lloraban desconsolados.

“Cómo olvidar ese momento, nunca me lo voy a sacar de mi corazón: una compañerita se acercó a mi hija y le dijo: ‘¡Basta! No mientas más’. Mi hija solo corrió hacia mí, se arrodilló y me dijo: ‘Perdóname, porque todo lo que dicen es verdad. Él nos hace cosas horribles. Perdóname por haberte mentido. Lo hice porque no quiero que mi papi se muera’. Yo le dije: ‘No tengo nada que perdonarte, porque tú no eres culpable’. Que todo iba a estar bien, que nadie más le iba a hacer daño”.

Todo se volvió oscuro. Uno de los padres dijo: “Este merece morir. Lo vamos a matar”. Se subieron todos los papás, varones, en un carro y se fueron rumbo a la casa del profesor Negrete.

“Por suerte, ya no lo encontraron, porque lo hubieran matado y tal vez ahora nosotros estuviéramos en la cárcel y no él”.

Al día siguiente, martes 18 de octubre del 2011, todos fueron a la escuela a increpar al rector. El profesor Negrete había renunciado el día anterior y logró esconderse durante cuatro años. ¿Quién le avisó para que huyera? ¿Por qué a la reunión solo llegó la mitad que convocó la tesorera? ¿Por qué el rector permitió que Negrete renunciara? Esas seguirán siendo las incógnitas de esta historia. Estas madres y estas niñas tienen sus hipótesis; no me corresponde a mí juzgar.

***

Detalle. La niña del lunar ata sus cordones en su habitación ante la cámara de La Hora.
Detalle. La niña del lunar ata sus cordones en su habitación ante la cámara de La Hora.

“Cómo olvidar que todo pasó en esa aula, en esa escuela a la que yo pagué para que le dieran una buena educación a mi hija. Yo me sacaba el aire para pagar mes a mes para que la educaran, no para que le hicieran daño”.

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El rector Luis Naranjo me cita a las 15:45 de un martes soleado en la facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central, donde da clases. Moreno, pequeño, pelo cano, terno y corbata, me recibe en el pasillo donde está la sala de profesores. Me enseña la sentencia, me dice que en ninguna parte obligaba al colegio a disculparse; me enseña un documento, fechado en 2011 y firmado por él, en el que pedía a la Fiscalía que investigara todo y que ofrecía su colaboración.

– Hay una sentencia que determina que todo pasó dentro de su escuela. ¿Cómo no se dieron cuenta? ¿Cuál es su hipótesis?

– Mi hipótesis –me contesta- es que dentro de la escuela no pasó nada. Que si hubiera pasado algo así, los inspectores se habrían dado cuenta.

Luego me dice que tiene clases, que cualquier otra cosa la hablara con su abogado. Y se va.

Llamé a su abogado y me citó para el siguiente día en su oficina. Pero horas antes del encuentro me llamó y se echó abajo todo: “Tan pronto se ejecutorió la sentencia, nosotros ya no damos ninguna entrevista. Esa es la decisión del colegio”.

Volví a hablar con la Fiscal y me dijo que no es cuestión de que el rector lo crea o no, que los informes, los allanamientos, los testimonios, demostraron que todo pasó dentro del aula. Le pregunté por qué nunca se vinculó a alguna autoridad al proceso y respondió que no hubo evidencia de que el rector o alguien más hubiera querido ocultar el delito, sino solamente resguardar el nombre de la institución.

La viceministra de Justicia, Lucy Blacio, quien está empapada del tema, agregó: “Lo que queda establecido en la sentencia es la verdad procesal. Es la verdad”.

El Ministerio de Educación decidió hacer una intervención en la Academia Pedro Traversari. Analizarán a sus profesores, si cumple con las normas técnicas y la Ley, los procesos de selección de personal.

La Asamblea Nacional creará una comisión, a la que llamará ‘Aampetra’ y se dedicará a investigar las denuncias de abuso sexual en las escuelas del país. “Esta no es la única unidad educativa donde están pasando estas abominables acciones de personas desquiciadas”, declaró el presidente de la Asamblea, José Serrano.

Pedí cifras sobre denuncias de violaciones y acoso sexual en escuelas al Ministerio de Educación. No existen.

Negrete fue sentenciado a 16 años de prisión por violación y cumple su condena desde el 17 de septiembre del 2015.

“El día en que lo capturaron fue una gran alegría, pero a la vez me puse a llorar. Era mi cumpleaños”, me dice la mamá de la niña del arete.

Pedí autorización al Ministerio de Justicia para entrevistarlo en la cárcel de Latacunga y, luego de varios días, me la dieron. Pero Negrete se negó, respondió que no quería hablar con periodistas.

***

“Sé que puede sonar feo, pero yo no cambiaría lo que nos pasó. Porque de alguna u otra forma nos hizo madurar, nos hizo más fuertes. Podemos ayudar a más personas”.

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Durante muchos años estos niños tuvieron miedo. Aún lo tienen. Las niñas huían de cualquier hombre. Muchas pasaron por tratamientos sicológicos. No todos presentaron denuncias. Al principio eran 21, luego se fueron de a poco; prefirieron olvidar. Ahora hay siete familias que siguen en esta lucha. Una de ellas mantiene un nuevo proceso contra Negrete por violación. Tienen la esperanza de que esa condena se acumule y pase más años tras las rejas.

De los demás niños se sabe poco: unos se fueron del país, otros padres abandonaron el tema para no someterse al lío legal. Y 10 de los 41 niños siguen estudiando en la Aampetra.

Ambas, la niña del arete y la del lunar, cursan sus últimos años de bachillerato en colegios del sur de Quito. La del lunar tiene un novio desde hace más de dos años. Cuando me lo cuenta, ríe, cree que puede confiar en él. La otra no se siente lista.

“Tengo amigos, pero aún no la valentía de tener novio. Desconfío un poco. Ya no como antes. Antes no quería que se me acercaran, ni siquiera que me tocaran. Ahora ya salgo para jugar, pero no para tenerlos de novios. Aún me da recelo, me da ‘cositas’; no sé, algo me da”.

Ya no sé qué canción está sonando en la computadora, pese a que el volumen sigue alto, los ritmos han sido apagados completamente por la historia. Les pregunto qué sienten ahora por él, por Negrete. Me dicen que alguna vez les gustaría verlo y preguntarle ¿por qué?, ¿por qué a ellas? La niña del arete dice que ya lo perdonó.

“Ya no tengo odio. No le hago daño a él teniéndole odio, me hago daño a mí. Yo le diría que si le pasó algo parecido, no fue nuestra culpa y que le perdono”.

La niña del lunar, en cambio, reconoce que aún siente rencor.

“Son recuerdos tristes que se van a quedar toda nuestra vida”.

La mamá de la niña del arete me dirá gritando, dentro de un rato: “Yo no perdono. Lo odio de corazón porque en mi hija y en mi familia dejó una huella imborrable. Hagan lo que hagan, nunca va sanar esto que quedó clavado”.

Y la mamá de la niña del lunar: “Fue una persona tan calculadora, construyó poco a poco todo esto. A veces sí quiero cogerle con mis propias manos”. Y hará una señal como si estuviera ahorcando a alguien invisible.

Ahora, algo más tranquilas, las niñas se han puesto a pensar en su futuro. Ambas quieren trabajar por los niños, defender sus derechos. No saben si abogadas, si doctoras, si trabajadoras sociales, si sicólogas, pero tienen la esperanza de ayudar alguna vez a alguien que esté viviendo lo que ellas vivieron.

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– Si conocieras a un niño que está pasando lo mismo, ¿qué le dirías?

– Que hable, que las amenazas son solo amenazas, que el miedo existe solo si se acepta que existe. Que siempre va a haber una persona que le va a creer, que no se quede callado. Y a los padres les diría que si llegan a ver un cambio en sus hijos, no siempre es la ‘edad del burro’. Cuando hay un cambio radical, debe haber algo más.