El origen del desencanto

Daniel Marquez Soares

Los pueblos que han sido participantes, cómplices o beneficiarios de hechos atroces tienden a lavarse las manos luego de que el viento deja de soplar a su favor. Cuando cambia la suerte, quienes aprobaron y aplaudieron tienden a abrazar la leyenda del pueblo engañado o traicionado: no hicieron más que seguir a alguien que les mintió y resultó no ser tan bueno o, peor aún, que empezó bien, pero se corrompió. Esa es la excusa favorita de quienes han servido a monarcas dementes, dictadores sanguinarios o peligrosos fanáticos.


En ese sentido, hay que reconocer que la presidencia de Rafael Correa no ha tenido nada de revolución traicionada ni de cambio de bando. Todos quienes hoy se fingen engañados y decepcionados, están apenas buscando un antídoto cómodo para su incómodo pasado.


Desde sus inicios, era evidente lo que Correa era y pensaba. Más claro aún era lo que quería hacer. Todo lo que la mayoría aborrece y condena hoy de él no fue sorpresa, sino notorio desde su aparecimiento. Ya era un gran acusador e insultador, sobre todo contra los intocables y poderosos, uno de sus rasgos más populares. Siempre estuvo a favor del gasto público, los déficits fiscales y los controles al mercado. Era estatista confeso y poseía una personalidad evidentemente autoritaria. La retórica izquierdista, con sus exageraciones, equivocaciones y símbolos, estuvo siempre en su discurso. Su resentimiento hacia los estratos dominantes y su necesidad de ser amado por el populacho eran gritantes.


Hubo apenas dos elementos inesperados y, por ende, decepcionantes. El primero fue su pequeñez, como antónimo de magnanimidad; mezcla de maldad e inseguridad. Correa, una vez en el poder, resultó ser un presidente abusivo y sádico con opositores débiles que no le representaban ninguna amenaza. El segundo, su particular sentido de la lealtad. Correa resultó aficionado a esa moral, propia de guerreros y de gánsteres, según la cual todo se les perdona y se les tolera a los aliados, con tal de que estén de tu lado, porque peor que un corrupto o un incompetente es un traidor. Solo eso explica cómo pudo contratar y defender a ciertos funcionarios.


Todo el resto fue guerra avisada. Jamás debemos olvidar que lo que se dio a lo largo de la última década se dio entre aplausos y bajo obscena aprobación.


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