Volverse payaso

Daniel Marquez Soares

Estos últimos años han aniquilado a muchas industrias y relegado al olvido a diversos productos. No obstante, hay algo que ha florecido notoriamente, que brota a raudales de la creatividad de muchos y cuyo mercado parece no dejar de crecer: el humor.


Puede que la prensa esté en crisis, que los artistas estén en extinción, que la religión haya perdido fuerza o que los partidos hayan desaparecido del mapa, pero la zafra de chistes, memes, caricaturas o videos satíricos que circulan por miles en las redes sociales parece inagotable. En el mundo occidental, las circunstancias son parecidas.


Quizás sea cierto, como tantos autores han comenzado a afirmar, que estamos presenciando la muerte del espíritu racional, humanista y científico que comenzó a iluminar al mundo hace tres siglos; sin embargo, todo Occidente parece observar ese derrumbe entre carcajadas, siguiendo de cerca los comentarios que cómicos y comentaristas satíricos hacen del declive.


Un comediante norteamericano solía afirmar que el humor era la única forma segura de hacerle caer en cuenta a la gente de sus incoherencias y autoengaños; si lo haces de otra forma, aseguraba, te matan. El humor inteligente ha servido para exponer verdades incómodas, elefantes en el cuarto, y, posteriormente, suscitar un cambio en las personas al respecto.


Vivimos en una época en la que preferimos enterarnos de las noticias importantes por medio de programas de sátira y en la que, cuando vemos algo indignante, no reaccionamos incendiando el mundo, sino disparando memes y tweets ocurrentes. Creemos que la burla es suficiente venganza ante la injusticia. En lugar de llegar a la verdad a través de la risa, nos hemos aventurado en un espiral infinito de chistes, una suerte de narcosis.


A la larga, el rol del payaso es muy cómodo. Sin intereses, sin principios y sin aspiraciones el comediante no atrae el odio de nadie ni corre ningún riesgo. Al exhibir sus debilidades y burlarse de ellas, se vuelve invulnerable. Por eso, en épocas siniestras, tantos prefieren, como Kruschev bajo Stalin o Jodl con Hitler, tornarse bufones para sobrevivir. Pero no deja de ser una elección cobarde.


Ya nos hemos reído suficiente, ¿y ahora?


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