Los animadores de la fiesta

Daniel Marquez Soares

En la antigüedad, durante tiempos de crisis, tanto en Oriente como en Occidente, hubo muchos reyes que ejecutaban personalmente a sus condenados. Por lo general, esa suerte les estaba destinada a los culpables de traición o insubordinación que eran cercanos al gobernante, como parientes o amigos. Al hacerlo, el monarca le ahorraba al verdugo la engorrosa situación de tener que asesinar a alguien poderoso y muy bien relacionado, y enviaba un claro mensaje a sus súbditos: creía en su justicia, estaba dispuesto a ejecutarla y tenía la capacidad de hacerlo. Eran hombres convencidos, resueltos y fuertes.


Las recientes décadas de prosperidad, como señalan tantos pensadores e historiadores, acostumbraron al mundo a un tipo diferente de liderazgo. Gobiernos, instituciones y empresas abrazaron líderes intelectualmente vacíos, moralmente inconsecuentes y físicamente enclenques cuya legitimidad derivaba de convencer al resto de que el futuro sería inevitablemente así. El oligarca ruso, el arrogante hípster, el tecnócrata corrupto latinoamericano o la nobleza decadente del Golfo Pérsico creían, y algunos siguen creyendo, que ese orden era sostenible. Crearon y alimentaron un sistema institucionalizado de lavado cerebral, a través de los medios de comunicación y el sistema educativo, para perpetuar ese orden.


Pero el ser humano tiene cierta sensibilidad a la que es difícil engañar. Si el mundo está experimentado un retorno a un tipo de liderazgo fuerte, desde China hasta Estados Unidos, pasando por toda Eurasia, no es porque la gente sea tonta. Se debe, en gran parte, a que la desigualdad y la crisis de representación política han alcanzado cuotas alarmantes a lo largo de todo el mundo, aunque la prensa, las universidades y los políticos se nieguen a hablar de ello con la seriedad que deberían. En tiempos así, la humanidad siempre se vuelve hacia ese tipo de sujetos.


Preocupa, en ese sentido, que los candidatos ecuatorianos quieran mostrarse tan dulces en campaña. Parecería que estamos eligiendo un animador para una fiesta infantil o al anfitrión de un restaurante de gala, y no a quien tendrá que administrar el Estado durante una de las más profundas crisis de nuestra historia.


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