Los que pueden pararlo

Daniel Márquez Soares


La nueva moda, en la calle, en la prensa y en las universidades, es renegar de la democracia. La idea central, una crítica antiquísima, es que la gente promedio carece de la información y capacidad de raciocinio necesarias para elegir a los gobernantes. Es un argumento cómodo: como siempre, le echa la culpa a los otros y, mejor aún, a los pobres. A la larga, nunca nadie dijo “no tengo suficiente inteligencia para votar”.


Que la democracia termine en manos de subnormales, charlatanes, cleptómanos o psicópatas no depende del grado de erudición del ciudadano promedio (suele ser decepcionante) ni de la mayor o menor incidencia de candidatos osados y poco idóneos (existen en todo el país). El factor determinante, la historia lo demuestra, suele ser la impavidez y complicidad de los sectores poderosos e influyentes. La democracia puede funcionar y cosechar excelentes resultados a pesar de una masa ignorante y manipulable, pero fracasa cuando los más privilegiados de la sociedad son cobardes y amorales.


Es fácil acabar con los futuros payasos de la política: basta con no tomarlos en serio, no darles dinero para sus campañas y desterrar sus nombres de los medios de comunicación. Para hacerlo se requieren principios y coraje; ignorar la vocecita pícara (a la que empresarios, banqueros, periodistas y académicos tanta atención les suelen prestar) que advierte sobre el inmenso riesgo al ignorar a alguien que, probablemente, ganará las elecciones y pasará la factura.

Es mejor poner como excusa el bienestar de tu familia o la situación de tus trabajadores, repetirte que la política siempre ha sido y será un asco y cortejar por igual a todos los bufones que vayan arriba en las encuestas.


Renunciar a la paz, la prosperidad y a un porvenir de jugosos negocios en nombre de principios, sobre todo de uno tan raro como la convicción de que el pueblo ecuatoriano no debe ser gobernado por incompetentes ni por ladrones, equivale a ser “cojudo”. Y aquí no hay cojudos, solo inveterados astutos. Porque nuestros poderosos no están dispuestos a jugársela por nada, nuestras papeletas de votación suelen ser tan deprimentes.


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