Lo que los candidatos olvidan

Daniel Marquez Soares

La gente cambia fácilmente de ideología, difícilmente de religión y jamás, por obvios motivos, de raza. Por eso, las guerras religiosas suelen ser mucho más brutales que las políticas; mientras que las raciales suelen ser las peores de todas. En América Latina, sobre todo en los últimos tiempos, nos gusta olvidar que nuestros conflictos suelen tener un elemento racial siniestramente determinante.


La independencia de Venezuela, por ejemplo, vino acompañada de una guerra interminable, con cientos de miles de muertos y atrocidades innombrables. Los estudiosos y los testimonios de la época destacan que el elemento incendiario fue la tensión existente entre todos esos “pardos” y llaneros excluidos, y las clases dominantes, tiradas a occidentales. Huérfanos de liderazgo, las masas sedientas de venganza estaban dispuestas a seguir a quien fuera con tal de que se les permitiese ajustar cuentas con los de arriba. Cuando España les permitió matar criollos, pelearon por España; cuando Bolívar les permitió matar españoles pudientes, pelearon por Bolívar. No obstante, en Latinoamérica hemos preferido olvidar ese pasado tan poco presentable y abrazar la leyenda de una inocente guerrita anticolonial.


Es lo que hacemos hoy los ecuatorianos. Queremos pensar que la contienda electoral actual es ideológica, cuando en verdad es una batalla étnica. Uno de los bandos es “los de siempre”, una etnia creada por la imaginación popular de la misma manera que muchas tribus africanas fueron creadas por los colonizadores; se supone que son los descendientes de los saqueadores históricos del país y los beneficiarios directos de todas las injusticias de nuestra historia y nuestro sistema. El otro bando es “el resto”, que son más.


Bajo esta lógica bélica, el doble rasero moral es omnipresente. Si alguien de los de “el resto” resulta ser corrupto, su imagen no se verá afectada; a la larga, si la corrupción es inevitable, es mejor que robe uno de los nuestros. Igualmente, por bueno que sea uno de “los de siempre”, jamás será electo, ya que la mayoría de la gente, “el resto”, siempre que pueda, no perderá la oportunidad de hacerlo fracasar. Es cuestión de justa venganza, de odio: el mismo odio amargo y resentido que movía a los lanceros pardos.


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