La hora de los fusiles

Daniel Marquez Soares

En un pasado no muy lejano, políticos y militares de todo el mundo buscaban aprender la mejor forma de dar un golpe de Estado. Ahora parece que lo importante ya no es la ejecución, sino el encubrimiento: la clave está en saber hacer que un golpe no parezca golpe y que una dictadura no parezca dictadura. El planeta está repleto de maestros de este sutil arte: Erdogan, Putin, los derrocadores brasileños, los prósperos autócratas del Golfo Pérsico o los todopoderosos de Asia Central.


Uno de los exponentes de esta escuela acaba de deslizarse al lado de la dictadura explícita: Venezuela. Durante casi dos décadas, el régimen que empezó Hugo Chávez supo blindarse contra las acusaciones de autoritarismo con victorias electorales y maniobras legislativas, y evitó astutamente cualquier maniobra que implicase una innegable ruptura de la democracia. Ese juego llegó a su fin con el reciente bloqueo del referendo revocatorio; ahora los venezolanos viven bajo una dictadura.


La democracia nos condena a vivir, muchas veces, pagando las amargas consecuencias de las equivocaciones de las masas. No obstante, son errores que reflejan los legítimos deseos de un pueblo y pueden corregirse cada cierto tiempo en las urnas. Una dictadura, por el contrario, evoca lo peor de la historia de nuestra especie: una camarilla armada que esclaviza, aprisiona y saquea a su pueblo.


Un dictador merece la misma dosis de condescendencia y respeto a su integridad y seguridad física que un tratante de esclavos que irrumpe en tu casa para ponerte grilletes a ti y a los tuyos. En el mismo grado en que es ilegítimo sabotear la democracia con violencia, es válido usar la fuerza de las armas para defenderse de una dictadura. Los venezolanos tienen el derecho de hacerlo y los demócratas del mundo tenemos el deber de apoyarlos con dinero, con armas o apenas con la voz.


Ni los ecuatorianos ni nuestro Gobierno podemos ceder a la tentación de mostrarnos tibios o tolerantes con lo que ha sucedido en Venezuela. Más allá de las diferencias ideológicas, hay límites que jamás deben rebasarse y que permitir una dictadura equivale a dejar a todo un pueblo a merced de los lobos.


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