Sin poda ni disuasivo

Daniel Márquez Soares

Desde tiempos inmemoriales las sociedades han tenido que lidiar con el problema de los soldados ociosos. En la guerra, estos constituyen un recurso indispensable, pero, apenas sobreviene la paz, se convierten en un dolor de cabeza, ya que pocas cosas amenazan más la prosperidad y el orden que un grupo disciplinado de hombres armados, sumergidos en la mística del autoritarismo, entrenados y experimentados en el oficio de matar.


En la Europa del Renacimiento era común que los veteranos desempleados se volvieran delincuentes. Por ello se los incentivaba a alistarse como mercenarios o se montaban empresas de conquista, muchas veces semisuicidas, para mantener a esos hombres lejos y ocupados. Desde la Antigüedad Clásica hasta los orígenes de los Estados Unidos, muchos líderes detestaban los ejércitos profesionales y preferían fuerzas provisionales compuestas por ciudadanos porque, cuando llegaba la paz, el hombre normal regresaba a sus actividades, mientras que el soldado profesional desocupado era una piedra en el zapato. Este obligaba al Estado, como sucedió con Prusia, a otorgarle una pensión (en la práctica, una especie de extorsión) o a fabricarse más guerras para mantenerlo trabajando. En otras sociedades, como en el Japón feudal, el militar estaba atado de por vida a un jefe, quien debía mantenerlo y controlarlo; pocas cosas eran más aborrecidas y condenadas que un soldados sin apoderado, ya que siempre traía problemas.


Toda institución busca crecer y perpetuarse. Esto es peligrosísimo cuando esta, como en el caso de los uniformados, goza del monopolio de las armas. Por ello, la guerra y la inherente dureza de la vida militar suelen ser la poda y el disuasivo que evitan que este grupo se expanda incontrolablemente. Sin embargo los tiempos de paz engendran comodidad y el resultado suele ser peligrosísimo: un grupo armado, inflado, mimado, ávido de conservar sus privilegios, que se cree superior. En las primeras décadas de su existencia, Ecuador supo lo que es vivir bajo caudillos, rezagos ya inservibles de guerras pasadas, que se creían merecedores de privilegios y en capacidad de darle órdenes a la sociedad.


[email protected]