Inevitables bajas

Matar civiles ha sido siempre una excepción. Usualmente, como cuando los romanos o los mongoles asesinaban a los hombres y esclavizaban a las mujeres y niños de un pueblo, era una práctica punitiva y disuasiva, reservada a los enemigos irremediablemente tercos. En otros casos, como en las conquistas de África y América o en los célebres encontronazos entre la cristiandad y los turcos, partía de la convicción de que el otro no era un ser humano cabal y que el mundo podía, debía, prescindir de él. El siglo XX generalizó esa bárbara costumbre dentro de Occidente. El racismo racionalizado mandó a ciertos pueblos al patíbulo. Peor aún, fue el legado de la industrialización, que hacía que la guerra, la sociedad y la economía fuesen factores íntimamente vinculados, lo cual hacía legítimo atacar la infraestructura y la fuerza de trabajo detrás de la producción bélica: ciudades y civiles.
En el mundo de hoy, los civiles forman parte del campo de batalla. Hace muchos que no vemos un encuentro entre ejércitos como los de antaño. Los locos, las ideologías demenciales y la desproporción de fuerzas ha hecho que matar civiles sea la opción por defecto de las nuevas fuerzas. La distinción entre civil y combatiente ya no existe: se considera que ambos son responsables del accionar de su pueblo y, por ende, blancos legítimos.


No hay nada que hacer ante ello. Tarde o temprano Occidente aprenderá que el diálogo, las campañas, los mimos y los sobornos no funcionan con todo el mundo. No importa qué haga o deje de hacer, los fanáticos no dejarán jamás de desear su muerte y destrucción. Es ingenuo soñar con un mundo sin fanáticos ni credos violentos. La razón no sirve y la fuerza solo los fortalece.

Para controlarlos haría falta restringir la libertad de reunión, de prensa, de expresión y de cátedra, violar la intimidad y vigilar a la gente: o sea, destruir todo lo que Occidente trata de defender. Un siglo XXI sin atentados es tan improbable como una guerra sin bajas. Las sociedades aprenderán a aceptar a sus civiles muertos con la resignación, el estoicismo y el ansia de venganza que hace cien años mostraban los familiares de los reclutas abatidos.


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