A plaza abierta

Richard Salazar Medina

El miércoles pasado se llevó a cabo en Quito y en varias capitales de provincia la marcha convocada por colectivos de trabajadores. El objetivo fue exigir la lucha contra la corrupción y el apoyo a la consulta popular. Si bien no fue tan multitudinaria como las que se llevaron a cabo contra el anterior régimen desde 2014, hubo una activa participación de representantes de obreros, trabajadores del sector público y personalidades de la Comisión Nacional Anticorrupción.

De partidos políticos, salvo la articulada presencia de la Unidad Popular, no hubo una participación muy evidente. Las consignas que más se escucharon fueron las referentes a la consulta popular y la exigencia de renuncia del vicepresidente Glas, quien encarna de manera irreversible en la ciudadanía, el imaginario de la corrupción.

No obstante, lo más relevante de esta convocatoria fue que por primera vez en diez años una manifestación popular tuvo acceso a la Plaza de la Independencia. Estábamos malacostumbrados a la afrenta autoritaria de encontrar dos manzanas a la redonda de la plaza un contingente de policía, caballería, mallas y púas, para que la marcha no llegara a este espacio que, al fin y al cabo, es la plaza central del país. Aún más, había personal de inteligencia y drones fotografiando a quienes participaban.

Impedir que una manifestación pacífica llegue a la plaza del pueblo disponiendo del espacio como si fuera privado, nos muestra la perspectiva que tenía el anterior gobierno: una lógica patrimonial, centralizada y no participativa de manejo del poder. Y es allí donde surge con más facilidad la corrupción.

Que el gobierno haya dejado que la marcha llegue hasta el Palacio y que una comitiva de ministros reciba a los representantes de las organizaciones, tiene una importancia simbólica enorme. Sin movilización social y sin diálogo con las organizaciones sociales y políticas no hay democracia. Solo resta que se hagan las preguntas apropiadas y que la consulta tenga éxito para empezar a desmontar el aparato de poder omnímodo que creó el correísmo.

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