A Remar se ha dicho

El día aún no había despertado y yo ya abandonaba la cálida cama en esa fría madrugada en Cotacachi.

EL AMANECER
Sigilosamente, para no despertar a los miembros de la familia amiga que me había recibido la noche anterior, me dirigí a tomar una ducha. Las gotas cálidas golpearon mi cuerpo logrando que la pereza de una noche incompletamente dormida me abandonara. Me vestí y cuando me disponía a salir, mi amigo apareció de pronto ya vestido y listo para acompañarme a espectar una de las carreras más hermosas y desconocidas del deporte: el de los llamados “caballos de totora”, que esa mañana se realizaría en el lago San Pablo, en la provincia de Imbabura.

Ni tan siquiera un trago de café pude ingerir cuando arrancó el carro. El trayecto, que normalmente nos hubiera tomado unos 40 minutos, esta vez lo hicimos en menos de media hora. No sé si fue el anuncio de que la prueba arrancaría a las 07 de la mañana, o tal vez, a que a esa hora todavía la carretera no mostraba signos de ocupación, pero el vehículo se movilizaba con mayor rapidez; o, al menos, eso me pareció, pero lo cierto es que llegamos a San Rafael antes de la hora señalada. De la carretera Panamericana hasta el muelle de Cachiviro, sitio señalado para la partida, nos tomó otros minutos, pues a más de transitar por calles en mal estado y tramos de tierra, debimos preguntar a las pocas personas que a esa hora transitaban por allí, para orientarnos en nuestro recorrido. Llegamos al sitio anunciado con suficiente antelación como para recorrerlo y determinar los puntos desde los cuales observaríamos la prueba y enfocaría mi cámara fotográfica para captar lo que esa mañana sucedería.

El muelle de madera, al parecer, debió haber sido construido por los propios indígenas que por allí habitan, pues el castillo de observación se erguía sobre unos pilotes de madera no muy gruesos, lo que significaba que no era apto para resistir el peso de un mayor número de personas. Además, unas planchas, también de madera, flotaban a orillas del lago a manera de atracaderos de botes y, por supuesto, de caballos de totora.
Una construcción alargada de ladrillo y tejas, con grandes ventanales y sin puertas, vacía en ese instante, dejaba ver que servía de puestos de ventas de comidas y artesanías. En un improvisado parque de juegos infantiles, un hombre de aproximadamente treinta años, tomado de las cadenas que sostenían el asiento de un columpio, intentaba flexionar sus brazos sosteniendo su cuerpo; arriba y abajo, nuevamente arriba y abajo.

Me acerqué para preguntarle por la soledad del muelle. Dejó de hacer sus ejercicios matinales y sonriendo me dijo que la hora de partida de los caballos de totora estaba prevista para las 09h00 de la mañana y que él estaba sorprendido de nuestra presencia tan temprana. Creo que, hasta el Imbabura, al otro lado de la laguna, aún no se despertaba. Seguía envuelto en un manto de espesas y gruesas nubes que amorosamente lo cubrían.

Le agradecí la información a aquel hombre y le pregunté si él participaría en la competencia. Sonriendo me dijo que sus ejercicios matinales estaban destinados a “calentar” los músculos de sus brazos, pues esa mañana necesitaría toda su fuerza para vencer los 2.2 kilómetros que separaban al muelle de Cachiviro de la Casa Blanca, al otro lado de la laguna; y los siguientes 2.2 kilómetros de regreso hasta el punto de partida, que también sería la meta.

¿Cómo se llama, usted?, le pregunté antes de despedirme. Andrés Chiliquinga, me respondió y extendió su mano para estrechar la mía. Luego, dirigiéndome a mi amigo, le pedí disculpas por haberlo hecho levantar tan temprano. Riéndose me respondió que no aceptaba mis disculpas hasta no desayunar, así que emprendimos un viaje de retorno a Otavalo, en busca de una taza de un caliente café, acompañado de un vaso de jugo y tostadas embadurnadas de mermelada.

EL DESAYUNO

Pobre mi amigo. Creo que no conocía mi manía de la fotografía que le pedía a cada instante parar el carro para capturar tal o cual imagen. En una casa, igualmente sin puertas ni ventanas, estaba un par de decenas de caballos de totora esperando que los competidores fueran a tomarlas para emprender su viaje acuático.

Se trataba de un conjunto de decenas de espigas largas de totora, esa planta acuática que, a pesar de no ser originaria del lago de San Pablo, se había aclimatado al frío de sus aguas. Los habitantes de San Rafael las cosechaban durante todo el año y con ellas fabrican esteras, aventadores y muchos artículos artesanales. Pero, ahora, las espigas estaban unidas con fuertes sogas plásticas, para que se mantengan juntas y floten sosteniendo los cuerpos de esos atletas que competirían esa mañana. Al fin llegamos a Otavalo y en un cafetín pudimos abrigar nuestro estómago y satisfacer nuestra hambre. Cuando miramos el reloj, comprendimos que debíamos retornar a la laguna. Así lo hicimos y cuando llegamos al muelle, varias decenas de personas, hombres, mujeres, niños y adultos mayores estaban ahí, conversando, riendo, jugando, esperando la hora de partida de la carrera.

RAZÓN DEL FESTEJO

El aire era de fiesta. Todos conversaban y sonreían. Pregunté a un runa de rostro curtido por el sol, en el que, ni en su cara ni en su cuerpo había señales de la edad, apenas su mirada me decía que había visto tantas cosas durante su vida que no le quedaban penas ni alegrías que contar, apenas su pensamiento estaba en los días que le faltaran por vivir, ¿qué festejan ese domingo 2 de junio? Me respondió que los 135 años de la parroquia. Entonces, la imaginación me jugó una pasada. Creía que podría entrevistar a algún fantasma de los personajes que vivieron la alegría de aquel día de 1.884, cuando el gobierno de aquel entonces firmó el decreto mediante el cual San Rafael fue considerada parroquia del cantón Otavalo.

Tenía unas ganas de saber si el hecho de haber sido catalogada como parroquia, le habría significado mayor atención de las autoridades. En mi mente, una voz me respondió que algunas sí se habían acordado de su parroquia, pero otras, la mayoría, ni siquiera les habían tomado en cuenta al momento de repartir las obras; sin embargo, los cambios producidos a lo largo de estos años estaban a la vista: ahora ya no se vive en chozas de barro, paja y zarapanga; ahora ya no hay que buscar leña para calentar el oscuro cuarto ni para cocinar. La carretera que pasa dividiendo al pueblo ha permitido que muchos lugareños emprendan su propio éxodo hacia otras tierras y países, pero ahora las buenas gentes pueden sacar el producto de sus cosechas más rápido y seguro al mercado de las ciudades. En fin, en el balance se encuentran cosas buenas y de las otras también. San Rafael ha cambiado y hay que festejarle. Por un altoparlante, alguien anunciaba que, si alguien quería hacerlo, aún tenía tiempo para inscribirse en la carrera. Que el primer premio sería de 200 dólares; que el segundo recibiría 150 dólares; que el tercero tendría en sus manos 100 dólares y, finalmente, el cuarto recibiría 50 dólares.

A NAVEGAR SE HA DICHO

Por allí, por la laguna, desde el sur, se acercaban unos extraños botes; parecían aquellas naves que el cine norteamericano nos había enseñado como embarcaciones en las que los antiguos romanos y noruegos cruzaban los mares. Tal vez así sería la nave en que Odiseo retornó a su amada Ítaca para encontrarse con Penélope. Eran dos embarcaciones unidas hasta formar una sola y en sus proas las figuras de dragones levantaban sus cabezas para otear el horizonte. Cuando llegaron cerca pude comprobar que era un catamarán de totora, y en sus tres pisos, jóvenes runas bailaban al son de una orquesta. Al fondo, una cocina y un bar alimentaban a los pasajeros. Llegó luego otra embarcación parecida a la anterior, pero esta era más pequeña, de apenas un piso y estaba ocupada por un solo hombre que manejaba con destreza el motor fuera de borda y el timón. Ambas atracaron cerca del muelle, mientras que el hombre de los anuncios promocionaba los pasajes en dichos botes, a 3 dólares por persona, con la certeza de que podrían seguir de cerca a los competidores, durante la prueba. Como era de esperarse, de pronto aparecieron unos cuántos jóvenes de pelo rubio, piel blanca, ojos azules y habla extraña. Más extraño era que, por ningún lado, se veía a algún “misho”. Cerca ya de la hora de partida llegaron los primeros, o quizá los únicos: dos parejas que venían a participar. Cada una de ellas estaba compuesta de un varón y una mujer, con la alegría de su juventud, de no más de 22 o 23 años, y la aventura en los labios. Ambas parejas, vestidas con trajes de goma que cubrían sus cuerpos, desde el cuello hasta la mitad de la pierna, tomaron sus propios caballos de totora y los introdujeron al agua.

LA PARTIDA

Las 19 parejas participantes formaron una línea, esperando la señal de la partida. Cuando esta se dio, los remos se introdujeron al agua y la algarabía se encendió.Con mi amigo nos subimos a una pequeña lancha turística y pronto estuvimos en el centro del lago, alborozados, persiguiendo a los experimentados y no tan experimentados jinetes acuáticos. Unas 5 parejas se desprendieron del grupo y raudos enfilaron la proa de sus caballos hacia el otro lado del lago, hacia la Casa Blanca, donde cada jinete debía recoger una bandera roja, en señal de haber llegado hasta allá, y emprender el retorno al mismo punto de partida.
Mi cámara fotográfica no se despejaba de mi ojo, o tal vez mi ojo no quería despegarse del visor de mi cámara. Habían transcurrido 45 minutos y ya estábamos nuevamente en el muelle de Cachiviro esperando la pronta llegada del primer caballo de totora y sus admirables jinetes.

LA LLEGADA A LA META

Pronto fueron llegando los intrépidos concursantes. En su cobrizo rostro no aparecían signos de fatiga, pero sus cuerpos amoratados decían a las claras que sus fuerzas estaban por agotarse. Rogelio Morales y su hijo Luis Alberto Morales fueron los triunfadores con un tiempo de 48 minutos. Cuando salieron del agua, tomaron a su caballo y lo sacaron de las gélidas aguas de la laguna que esa mañana, según el termómetro, marcaban los 8 grados de temperatura.
No vi llegar a las parejas de “mishos”. Supongo que no llegaron a culminar la prueba. Quizás lo hagan en otra ocasión, pero este año, los premios se quedaron en los hijos de la Paccha Mama, de San Rafael de la laguna.

Fausto Jaramillo Y.