La tienda de la vecina Melchora

POR: Germánico Solis

A los barrios tradicionales de los pueblos nunca les faltó la legendaria tiendita en la que se ofrecía elaboraciones para satisfacer las necesidades comunes del vecindario. Esos establecimientos son de buen recuerdo, mágicos, y no se les puede retratar en contados párrafos, puesto que mantuvieron encantos únicos, construidos por el tiempo, y por esos enigmáticos ingredientes pertenecientes a una época que son historias que ayudaron al vivir del terruño.

Aquellas tienditas estaban abiertas desde cuando la oscuridad se alejaba y llegaba la luz del nuevo día. En la puerta de entrada se colocaba la habitual rejilla, para impedir el ingreso de animales o personas, en ausencia de la propietaria ocupada en las labores domésticas. El ambiente mínimo estaba compuesto por un foco que colgando del techo apenas se encendía, un estante en el que se acomodaban los bienes, una vitrina doméstica para exhibir el pan, y una balanza que ponía a la vista una manecilla parecida a la de un reloj.

Complementaba el decorado de la expendeduría una piadosa estampa del santo de preferencia alumbrado por una vela, un almanaque de años pasados y un gato que cerrado los ojos ovillaba cacerías. La tienda ofrecía pan fresco y no fresco, azúcar, sal en grano, ceras en diferentes tamaños, panela, pastillas para el dolor de muela, fósforos, manteca de chancho, jabón, agujas e hilo. Amontonados, y sin orden, periódicos usados para envolver las ventas. Infaltable colgando desde el dintel una penca de sábila.

La especialidad de estos depósitos era la concordia, el afecto que recibía quien invocaba “¡a vender!”. Casi cofrades vecinos y propietaria. El saludo era la mística que practicaban los actores. Se podía golpear a cualquier hora para pedir favores. Si había tiempo, valía para comentar los sucesos. La tiendita era un espacio familiar, sin filmaciones, sin alarmas, sin refrigeradoras y aparatos sofisticados. La carne se cortaba con un hacha. Fueron lugares de tanta confianza que fiar era una práctica sin exigencias. En la tienda se encargaban las llaves de las casas y a los niños, a quienes para calmar los lloros se les daba el apetecido chupete.